Page 214 - La iglesia
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Juan Antonio contempló el rostro de su hija dormida. Parecía un querubín.

               Quiso  imaginarla  como  un  angelito,  revoloteando  en  el  cielo  de  los
               narcóticos. Le acarició el rostro con el dorso de los dedos, una caricia leve.
                    Y ella abrió los ojos.
                    Unos ojos que no parecían humanos, o al menos no se lo parecieron a su

               padre. La boca de Marisol se crispó en una mueca de odio.
                    —¿De verdad crees que ese libro de mierda te va a ayudar?
                    El  aparejador  no  pudo  asegurar  si  su  hija  realmente  pronunció  esas
               palabras  o  fue  un  truco  mental  del  monstruo.  La  enfermera  estaba  a  pocos

               metros y no dio señales de haber oído nada. Juan Antonio no se amilanó. El
               rostro de su hija volvía a ser un remanso de paz. Le dio un beso en la mejilla,
               tal vez el último. Mañana podía estar detenido o, aún peor, muerto.
                    —Te quiero, pequeña.

                    Abandonó la UCI. Tenía mucho que hacer esa tarde. Lo primero, ir a casa
               de  su  suegra  y  despedirse,  por  si  acaso,  de  Carlos  y  de  su  fiel  Ramón.
               También le daría un abrazo a Hortensia, a quien quería como una madre. Por
               desgracia,  los  padres  de  Juan  Antonio  habían  muerto  años  atrás.  En  ese

               momento le pareció una bendición: menos gente de la que despedirse.
                    Una  vez  cumpliera  con  los  suyos,  tenía  que  prepararse  para  la  guerra.
               Trataría de localizar al padre Félix para atacar juntos al cristo impío. Si no
               lograba su colaboración o no lo localizaba, necesitaría la vieja palanca que

               guardaba en el trastero para forzar las puertas de la iglesia.
                    Y gasolina. Varias botellas de gasolina.









               Si Lola Berlanga hubiera imaginado por un segundo lo que iba a encontrarse
               al  volver  a  casa  esa  tarde,  se  habría  quedado  en  la  calle  aunque  hubiera

               diluviado lluvia ácida. El suelo estaba lleno de trozos de cristal procedentes
               de la lámpara que alumbraba el pasillo, por lo que tendría que apañarse con la
               luz del vestíbulo.
                    —¿Manolo? —llamó al éter, mientras avanzaba con pasos lentos por el

               corredor.
                    Le faltaba llevar una antorcha en la mano para parecer la escena de una
               película. Ella iba delante, protegiendo a su prole junto a Manu, el de doce,
               que cumplía su papel de hombrecito, aunque estaba más cagado que cuando

               veía  una  de  miedo  a  través  de  esa  poderosa  barrera  que  forman  los  dedos




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