Page 213 - La iglesia
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rectas  y  abiertas,  torso  erguido,  brazos  cruzados  y  la  cabeza  ligeramente

               inclinada hacia adelante. No faltaba el cigarrillo humeando en su mano. Él
               arrastraba la maleta con el poco brío de quien sabe que, a partir de ahora, solo
               tragará mierda a palas. Ella no dio ni un paso hacia él. Para su marido, aquella
               inmovilidad tenía muchas lecturas, ninguna buena.

                    —Hola, cielo —saludó Juan Antonio, sin huevos suficientes para tratar de
               darle un beso.
                    —Hola.
                    —¿Cómo está?

                    Marta le asestó una puñalada con los ojos, pero su mirada asesina no tardó
               en licuarse en llanto. Juan Antonio soltó la maleta y la abrazó. Tras una ráfaga
               de sollozos, ella le apartó para ofrecerle un parte de guerra desolador.
                    —Está mal, muy mal. Ayer tuvo unos cuantos episodios muy violentos,
                                                                                                 ⁠
               pero ahora está inconsciente y los médicos no dan con lo que tiene. —El tono
               de  Marta,  de  pronto  y  como  era  de  esperar,  se  elevó  a  las  alturas  del
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               reproche—. Se la han llevado a la UCI y apenas puedo verla, y yo estoy sola
               aquí, queriéndome morir, y Carlos en casa de mi madre, pasándolo fatal. Y

               tú…, tú…
                    El derrumbe fue desgarrador. Las pocas personas que deambulaban por la
               explanada ese sábado por la tarde fingieron no ver el drama. Juan Antonio
               apretó contra su pecho el rostro bañado en lágrimas de su mujer.

                    —Tienes que confiar en mí, cielo, te lo suplico. Los médicos no pueden
               solucionar esto, pero tal vez yo sí.
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                    —Ya no sé qué creer —sollozó ella—. Marisol se muere, Juan Antonio…
               Nuestra niña se nos muere.

                    El aparejador separó la cabeza de Marta de su pecho y clavó en sus ojos
               una mirada preñada de decisión. Ella se la sostuvo. Su labio inferior temblaba.
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                    —Te prometo que Marisol no morirá —una pausa—. Marta, si me pasara
               algo… Quiero que sepas que te amo, y que adoro a los niños.
                    —Juan Antonio, me estás asustando.
                    Él forzó una sonrisa. Ella no fue capaz.
                    —Vamos a ver a Marisol —propuso Juan Antonio.
                    Caminaron a través de los largos pasillos que conducían a la UCI. Una

               enfermera  piadosa  permitió  que  Juan  Antonio  entrara  en  el  recinto.  Le
               disfrazó  de  plástico  verde  transparente  de  la  cabeza  a  los  pies:  zapatillas,
               pantalón, batín, guantes, mascarilla y gorro. Era el protocolo. Marta se quedó
               fuera. Un visitante cada vez.







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