Page 208 - La iglesia
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La de Manolo Perea, esa mañana, era digna de figurar en el libro Guinness

               de los récords.
                    Se levantó dando traspiés, oliendo a cabra y gastando un humor de perros.
               Buscó a su esposa por toda la casa. No la encontró. Tampoco había rastro de
               los niños.

                    No recordaba nada del día anterior. Su memoria ni siquiera había grabado
               escenas sueltas de cómo la Policía le subió a casa y le tiró encima de la cama
               como  si  esta  fuera  el  vertedero  y  él  un  porte  de  escombros.  Ni  un  mísero
               fotograma. Perea tan solo sabía que se encontraba fatal y que quería mear.

               Exorcizar el alcohol a punta de pijo. No mearse encima había sido un milagro,
               pero  estaba  demasiado  aturdido  para  pensar  en  eso.  Llegó  al  váter  dando
               tumbos y vislumbró la nota de Lola por el rabillo del ojo, mientras descargaba
               la vejiga. Ni se la sacudió las tres veces reglamentarias, ni vació la cisterna.

               Se fue directo al post-it y lo arrancó del espejo.
                    «Me voy a comer fuera con los niños. Ya hablaremos esta tarde».
                    Arrugó el papel y lo arrojó al suelo, con furia. Lola ni se había dignado a
               firmar la nota, y para colmo la había acabado con una amenaza velada. Perea

               insultó a su esposa con la mirada inyectada en sangre.
                    —¡Hija  de  puta!  —aulló,  provocando  que  una  babilla  espesa  brincara
               desde la comisura de sus labios, como si huyera de él.
                    «Calma tu ira», le aconsejó una voz conocida en su cerebro, «hay cosas

               más importantes que hacer».
                    —¿Señor?
                    «Ven a mí, Manuel. El día ha llegado. Has de prepararte».
                    Perea  no  cuestionó  la  orden  ni  un  segundo.  Corrió  hasta  su  guarida,

               encendió el ordenador y abrió el cajón donde ocultaba el alijo de ron. Sintió
               ganas de vomitar al ver el líquido de color tostado, pero aguantó la arcada. Un
               clavo saca a otro clavo, y un lingotazo puede neutralizar una resaca. Ese es el
               mandamiento del borracho, la ciencia del alcohólico. El primer trago fue un

               purgante,  el  segundo  un  jarabe,  el  tercero  un  néctar.  La  resaca  sufrió  una
               regresión al estado de cogorza y, una vez más, Manolo Perea estaba listo para
               los mandatos divinos. La fotografía parlante del cristo le contemplaba desde
               la pantalla. Para el director de Caja Centro, sonreía.

                    «Hoy  te  pediré  el  mayor  de  los  sacrificios,  Manuel»,  le  dijo.  «¿Estás
               preparado?».
                    —Señor, hágase en mí tu voluntad.
                    Y Manolo Perea comulgó con otro trago de Havana Club.







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