Page 207 - La iglesia
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El padre Félix cerró la puerta de la iglesia a sus espaldas, sin atreverse a echar

               la llave por dentro; a pesar de toda la valentía que había logrado reunir, no
               estaba dispuesto a renunciar a su única ruta de escape, por si acaso las cosas
               se torcían. Acababa de escuchar misa en la Iglesia de los Remedios, en pleno
               centro de Ceuta. Había confesado y comulgado y se sentía purificado, fuerte,

               poderoso…
                    Y aterrado.
                    Encendió  todas  las  luces  y  respiró  el  aroma  de  la  pintura  reciente.  Se
               santiguó mirando al altar e imaginó un escudo de energía rodeándole, como

               esos campos de fuerza de las películas de ciencia ficción. Caminó por la nave
               central en dirección a la sacristía sin parar de rezar, contemplado por las tallas
               de  los  santos  que  custodiaban  las  columnas.  La  oración  le  proporcionaba
               fuerza  y  valor.  Aunque  a  simple  vista  no  lo  parecía,  el  padre  Félix  se

               planteaba  salir  corriendo  de  allí  a  cada  paso  que  daba.  Su  estómago
               burbujeaba como el de un aspirante a punto de enfrentarse al campeón de los
               pesos pesados. Un aspirante que sabe que, pierda o gane, acabará sufriendo lo
               indecible en el cuadrilátero.

                    Llegó a la sacristía y allí se preparó para el combate. Ritual Romano en
               una mano. Frasco de agua bendita en la otra. Casulla blanca, estola púrpura al
               cuello  y,  sobre  esta,  un  crucifijo.  Respiró  hondo  y  accionó  la  palanca  de
               apertura de la cripta. El sonido de los viejos mecanismos quebró el silencio

               del templo. Cogió un rollo de cinta de pintor de Abdel y gastó la mitad para
               asegurarse  de  que  la  palanca  no  se  movería  de  su  posición:  lo  último  que
               deseaba era volver a quedarse encerrado.
                    Metió  en  una  bolsa  de  la  compra  dos  linternas,  pilas,  un  par  de

               encendedores y varios cirios de repuesto para los candeleros de la cripta. Rezó
               una última oración delante del altar mayor y se dirigió a la boca rectangular,
               abierta y negra que le aguardaba en el crucero.
                    Si el infierno tenía puerta, no debía ser muy distinta a esta.










               Una  mala  resaca  es  el  peor  de  los  castigos.  Si  en  el  infierno  hubiera  un
               departamento  de  investigación  y  desarrollo,  cambiarían  calderas  y  tridentes
               por una mala resaca, de esas que te oprimen la cabeza, te levantan las tripas y
               te  obligan  a  vomitar  el  alma  mientras  la  culpa  mastica  los  despojos  de  tu

               dignidad.




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