Page 202 - La iglesia
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—Cielo, créeme: esto que he hecho ha sido por el bien de Marisol.

                    —Jamás  pensé  que  confiarías  tus  esperanzas  a  la  superstición.  Me  has
               decepcionado.
                    Juan  Antonio  recibió  las  palabras  como  el  coletazo  de  un  puercoespín.
               Una vez más, sintió que no conocía a su mujer. Una vez más, sintió que el

               tren de su vida había tomado un desvío sorpresa y rodaba ahora por una vía
               tenebrosa que conducía al infierno.
                    —Tengo que colgar, Marta. El padre Félix me llamará de un momento a
               otro. Dale un beso a Marisol de mi parte, ¿lo harás?

                    Marta  no  respondió.  Su  despedida  fue  un  simple  «chao»  pasado  por
               nitrógeno puro.









               Jorge Hidalgo tomó un taxi de vuelta al centro de la ciudad. Ya no tenía ganas
               de  copas  ni  de  paseos.  Hizo  el  trayecto  de  vuelta  a  casa  con  el  piloto

               automático  encendido,  pasando  olímpicamente  de  la  charla  del  taxista,  a
               quien respondía con monosílabos cuando se dignaba a hacerlo. Ni fútbol, ni
               clima,  ni  parientas  coñazo,  ni  política,  ni  la  madre  que  los  parió  a  todos
               juntos. El policía no podía dejar de pensar en lo que acababa de vivir en el

               hospital. Si bien no había podido ver gran cosa a través del cadáver de Maite
               Damiano, su experiencia al coger la mano de Marisol Rodero había sido bien
               distinta.
                    Había mirado al Mal a los ojos, y había sido como mirar al abismo sin

               fondo que tanto le gustaba a Nietzsche.
                    Y al igual que el abismo de Nietzsche, el Mal le había devuelto la mirada.









               Félix llamó a Juan Antonio a las diez y cinco de la noche. Lo hizo desde la
               calle, con la excusa de bajar la basura, para que Ernesto no le oyera. Había

               visto  al  párroco  más  taciturno  que  de  costumbre,  sentado  enfrente  de  su
               portátil  sin  pronunciar  palabra,  dándole  mil  vueltas  a  un  misterioso
               documento de Word que parecía ser muy importante para él. Ernesto estaba
               tan absorto en la pantalla que ni se enteró de que su compañero había estado

               observándole desde el quicio de la puerta durante un buen rato. A Félix le




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