Page 197 - La iglesia
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a sus hijos pequeños, asustados por la extraña carrera de aquel hombre que
miraba a los cielos con expresión enajenada.
Hidalgo abrió la puerta trasera del primer taxi que encontró en la parada
de la Gran Vía y se coló dentro. El conductor, que estaba leyendo un
periódico, le lanzó una mirada a través del retrovisor. El inspector le mostró la
placa de Policía Nacional.
—¡Al Hospital Universitario! ¡Rápido!
Después de varios días en un estado casi perpetuo de inconsciencia, Maite
Damiano abrió los ojos.
Buscó a Leire con la mirada, pero no la encontró en la habitación. En su
lugar vio a sus padres, sentados en unos asientos reclinables incómodos como
potros de tortura. El anciano daba cabezadas con el mentón apoyado en el
puño, debatiéndose entre el sueño y la vigilia. La señora, algo más próxima a
la ventana, hojeaba una revista del corazón, tal vez inmersa en los cotilleos o
puede que perdida en sus propias tribulaciones, más allá de las fotos a todo
color de la famosa de turno. Maite trató de llamar su atención con una seña,
pero ellos no la vieron. Decidió levantarse de la cama donde llevaba días
postrada. No le costó esfuerzo alguno. Se sentía más ligera que nunca, tan
ligera como el día que soñó que podía volar.
Entonces se vio a sí misma tumbada en la cama del hospital, conectada a
un monitor, a un gotero y a unas gafas de oxígeno. Al principio ni siquiera se
asustó ante tan extraña visión, pero fue al acercarse a su propio cuerpo cuando
empezó a sentir un miedo difícil de controlar.
Su carne se corrompía a toda velocidad delante de sus propios ojos, como
si alguien derramara sobre ella un ácido invisible. No supo qué hacer, si
regresar a su cáscara de carne o huir de allí. Su forma astral intentó moverse,
pero no lo consiguió: estaba paralizada. Sus padres comenzaron a disolverse
en el aire, como una fotografía que difumina sus colores con el tiempo hasta
desaparecer. Las paredes dejaron de ser rectas y blancas y comenzaron a
convertirse en una masa que ella conocía bien: el légamo negro y rojo que una
vez la atrapó en la cripta.
Trató de gritar, pero no pudo. La luz se volvió oscura y su cuerpo se
consumió, devorado por un enjambre de gusanos monstruosos que emitían un
chirrido ensordecedor moviéndose a cámara rápida. El aire empezó a faltarle
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