Page 198 - La iglesia
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en su sueño, y eso que dicen que los espíritus no respiran. Intentó despertar,

               porque sabía que la pesadilla iría a peor si no lo hacía.
                    «Esto no está pasando, no está pasando, no está pasando».
                    Del mundo real solo quedó el monitor. Para horror de Maite, las líneas de
               la  pantalla  dejaron  de  mostrar  dientes  de  sierra  para  convertirse  en  líneas

               rectas, directas a la muerte.
                    Lo último que vio Maite antes de morir fue el rostro deforme del cristo de
               la cripta mientras la arrastraba a su infierno de sangre y fuego, donde el mal
               siempre vence al bien y donde Dios todopoderoso tiene vetada la entrada.

                    En el ala de pediatría, en el extremo opuesto del pasillo, Marisol empezó a
               reír a pesar de que sus venas eran una autopista de sedantes. Las carcajadas
               parecían proceder de la garganta de un anciano con bronquitis. Marta lloraba
               en un rincón, con el puño cerrado contra su boca temblorosa, maldiciendo a

               su marido ausente.
                    Jorge  Hidalgo  frenó  su  carrera  en  mitad  de  la  explanada  del  hospital,
               cuando  el  manto  oscuro  cruzó  el  firmamento  en  sentido  contrario  para
               replegarse  hacia  su  guarida,  en  la  otra  punta  de  la  ciudad.  Él  tenía  claro  a

               dónde se dirigía: a la Iglesia de San Jorge.
                    Se  sintió  cansado  y  derrotado.  Algo  en  su  interior  le  decía  que  había
               llegado tarde, y ese mismo algo le decía que no podría haber hecho nada si
               hubiera llegado a tiempo. Hidalgo solo estaba seguro de una cosa.

                    El mal estaba hecho.
                    Y si el mal estaba hecho, el mal había triunfado.









               Juan Antonio contempló con recelo el grimorio que reposaba sobre la mesa de
               la habitación de su hotel, como si fuera una de esas cajas de las que surge de

               repente un payaso diabólico impulsado por un muelle. La caja de Pandora,
               una ouija maldita, una bomba de relojería del más allá. Por una vez en su vida
               no  le  dio  importancia  a  la  antigüedad  del  objeto,  ni  puso  a  prueba  su
               imaginación tratando de recrear las andanzas de la reliquia siglos atrás. Para

               el aparejador, el libro representaba la encarnación de lo maldito encuadernado
               en tapas de cuero viejo.
                    En el Samsung de pantalla plana instalado en la pared, los dueños de una
               casa de empeños de Detroit trataban de tangar al propietario de un cromo en

               el  que  aparecía  la  imagen  desvaída  de  un  jugador  de  béisbol  que  llevaba




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