Page 201 - La iglesia
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negro de una hoguera de cabreo descomunal. La voz de Marta sonó glacial.

                    —Sí.
                    No fue una pregunta, ni una afirmación, ni un saludo, ni nada que sonara
               agradable. Fue un monosílabo mecánico al que le chirriaban los engranajes.
                    —Hola, cielo. —El apelativo cariñoso sonó vacuo en los labios de Juan

               Antonio;  en  ese  momento  le  preocupaba  más  la  última  información  que  le
                                                                   ⁠
               había facilitado Leire que agradar a su mujer—. ¿Ha estado el inspector Jorge
               Hidalgo en la habitación de Marisol?
                    —Sí. Un tipo agradable. Pero ¿cómo sabes que ha estado aquí?

                                                            ⁠
                    —Me lo ha dicho Leire Beldas —lo soltó sin pensar y se arrepintió en el
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               acto. Sus ojos se cerraron con fuerza, en un gesto involuntario—. También
               estuvo en la habitación de Maite.
                    —Qué casualidad, Leire Beldas —⁠rezongó Marta, con retintín.

                    —Ha llamado hace un momento para comunicarme que Maite ha muerto.
                    Al otro lado de la línea se instauró un silencio fúnebre, muy acorde con la
               noticia.
                    —Una pena —dijo Marta al cabo de unos segundos, y esta vez sí sonó

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               sincera—. Pues sí, ese Hidalgo ha venido a verla hace un rato. Me dijo que te
               conocía.
                    —Sí, le conozco. ¿Cómo está Marisol?
                    —Sedada. Los médicos prefieren mantenerla así para evitar autolesiones.

                    —Marta, ¿se ha comportado Hidalgo de forma extraña con la niña?
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                    —¿De  forma  extraña?  —repitió  Marta,  desconcertada—.  No,  solo  le
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               cogió  la  manita  unos  segundos  y  me  pareció  que  rezaba.  —Una  inevitable
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               sirena de alarma ululó en su cerebro de madre—. ¿Pasa algo con él? No será
               uno de esos tipos…
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                    —No, no, nada de eso, no te preocupes —⁠la tranquilizó Juan Antonio—.
               Hasta donde yo sé, es un buen hombre. Solo que me extraña que vaya rezando
               por  las  habitaciones  del  hospital.  También  estuvo  en  la  de  Maite  e  hizo  lo

               mismo.
                                                                           ⁠
                    —Será  un  hombre  religioso,  entonces.  —Marta  quiso  acortar  la
               conversación;  hablar  con  su  esposo,  últimamente,  le  apetecía  tanto  como
               hacerse  una  mamografía  con  un  grill  de  cocina  enchufado⁠—.  ¿Cuándo

               vuelves?
                    —Mañana cojo el tren de las ocho treinta y cinco. Llego a Algeciras a las
               dos menos diez, y el siguiente barco es a las cuatro de la tarde.
                    —No sé si podré perdonarte algún día que me hayas dejado sola en mitad

               de este marrón.




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