Page 205 - La iglesia
P. 205
XI
SÁBADO, 16 DE FEBRERO
—¿Félix?
Silencio. Ernesto recorrió todas las estancias de la casa y la encontró tan
vacía como el desierto del predicador que malgastaba sus enseñanzas
hablando al aire.
Once menos cuarto de la mañana, estaba recién levantado y solo en casa.
Un Macaulay Culkin crecidito y en calzoncillos, con una depresión
merecedora de una empanada de alprazolam. Había pasado gran parte de la
noche sentado ante el portátil, con el mismo documento de texto abierto en
pantalla, hasta que dos cabezadas le mandaron a la cama. Más que dormirse,
se desmayó de agotamiento y tensión acumulada. Por desgracia, no descansó:
amaneció igual de mal que la noche anterior.
En la puerta de la nevera encontró un mensaje escrito con las cuidadas
mayúsculas de Félix: «NO ME ESPERES PARA COMER. REGRESARÉ
TARDE. NO TE PREOCUPES Y QUE DIOS TE BENDIGA».
—Te acepto la bendición, colega —dijo Ernesto en voz alta, rozando el
papel con la punta de los dedos—. Ojalá te hubiera conocido en otro
momento.
Ernesto se dirigió al baño y puso una dosis de dentífrico en el cepillo. Al
mirarse en el espejo, vio reflejado en él a un tipo que tenía pinta de cualquier
cosa menos de cura. Un torso bien definido, unas venas del cuello en las que
se podría tocar Smoke in the water, unos brazos fibrosos de bombero y una
cara atractiva de cabrón irascible, alguien incapaz de poner la otra mejilla sin
poner la tuya de color púrpura.
Regresó al estudio, encendió su portátil y reabrió el archivo de texto
llamado «Víctor Rial».
Muchos sacerdotes colgaban los hábitos sin siquiera comunicarlo al
obispado. Ahí te quedas, Santa Madre Iglesia, me voy y si te he visto, no me
acuerdo. La secularización de un sacerdote no siempre es fácil, sobre todo
porque en muchos casos hay mujeres de por medio y entonces todo se
precipita. Dos tetas tiran más que dos carretas y mucho más que una vida de
Página 205