Page 209 - La iglesia
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Cuando Félix encendió el último cirio de la cripta, se dio cuenta de que el
               miedo estaba a punto de superar su valentía.

                    Allí estaba, armado con su arsenal religioso, frente a una talla de madera
               que, a modo de huevo Kinder, guardaba una sorpresa macabra en su interior.
               Depositó  el  equipo  sobrante  sobre  el  camastro  que  tanto  terror  había

               soportado a lo largo de siglos y esgrimió el crucifijo delante de la escultura,
               con  el  Ritual  Romano  abierto.  Los  ojos  del  cristo  impío  parecían  mirarle,
               taimados.
                                                                                             ⁠
                    —En  el  nombre  del  Padre,  del  Hijo  y  del  Espíritu  Santo  —comenzó  a
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               decir, mientras se santiguaba—. Señor Jesucristo, Dios de toda criatura, que
               diste  a  tus  santos  Apóstoles  la  potestad  de  someter  a  los  demonios  en  tu
               nombre…
                    Un rugido resonó por toda la cripta. Un rugido infrahumano que le hizo

               tartamudear. Por primera vez, aquello se manifestaba sin tapujos.
                    —…  y  de  aplastar  el  poder  del  Enemigo.  Dios  todopoderoso  por  cuyo
               poder Satanás, derrotado, cayó del cielo como un rayo…
                    Entonces, todo a su alrededor cambió.
                    Y esta vez no parecía una alucinación.

                    Las paredes comenzaron a supurar el légamo rojo y negro que tanto había
               aterrorizado a Maite Damiano en sus sueños, hasta cubrirlas por completo. El
               rugido  subió  en  intensidad  y  el  crucifijo  se  le  escurrió  entre  los  dedos,

               cayendo al suelo. El manual del exorcista siguió el mismo camino; el barro
                  ⁠
                                    ⁠
               —¿o era sangre?— en ebullición se lo tragó con un chof de punto y final.
               Félix se llevó las manos a los oídos en un gesto inútil: el sonido parecía estar
               dentro de su cabeza. Su intento de cerrar los ojos también fue en vano. En
               lugar  de  cerrarse,  sus  párpados  se  abrieron  para  que  pudiera  contemplar  el

               escenario  monstruoso  en  el  que  reinaba  la  talla.  Para  su  horror,  la  cabeza
               siempre ladeada del cristo se movió, enderezándose con lentitud agónica hasta
               quedar recta. Los ojos atroces se clavaron en los del sacerdote y sus labios de

               madera  se  contrajeron,  mostrando  una  dentadura  afilada  capaz  de  parar  un
               corazón sano. Félix, con las manos en las orejas, improvisó una oración con
               más desesperación que fe.
                    —¡Dios, ayuda a este pobre siervo y envía de vuelta a las tinieblas a este
               demonio!  ¡Tuyo  es  el  poder  y  la  gloria!  ¡¡¡REGRESA  AL  INFIERNO!!!

               ¡¡¡REGRESA AL INFIERNO!!!






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