Page 211 - La iglesia
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humorístico del mundo, y los jorgianos muertos se disiparon como una nube
de humo.
En el Hospital Universitario, la auténtica Marisol puso los ojos en blanco,
arqueó su espalda sobre la cama y exhaló un suspiro que heló la sangre a su
madre.
Los médicos y enfermeros corrieron a asistirla como si participaran en una
carrera de velocidad.
—Se muere —dijo alguien.
Manolo Perea había recibido instrucciones. El acto final de la función había
llegado.
Guardó el dolor y la pena en el cajón de las botellas y lo cambió por una
determinación sobrehumana. El Señor le había pedido que sacrificara a su ser
más querido, para que él volviera a caminar entre los vivos.
Y el ser más querido para Perea era Jaime, su pequeño de tres años.
Si el Señor necesitaba ese cordero para su nueva venida a la Tierra, ¿quién
era él para negárselo? Abraham hizo lo mismo con Isaac, no dudó ni un
momento. Y él tampoco dudaría.
Sintió hambre. Un hambre como nunca había conocido. Abrió el
frigorífico y encontró un tupper de carne picada que Lola guardaba para hacer
hamburguesas. La devoró con voracidad, cruda, manchándose aún más la
camisa que había sobrevivido a la borrachera del siglo. Una vez saciado, se
sintió más fuerte que nunca, imparable, poderoso.
Si quedaba algún resto de Manolo Perea, el director de Caja Centro, el
hombre devoto, marido leal y padre entregado, este estaba en paradero
desconocido, en algún rincón oscuro de su alma corrompida.
—¡Taxi!
Juan Antonio tiró de la maleta hasta un viejo Mercedes de los noventa con
una tapicería de cuero abrillantada por el tiempo y llena de remendones.
Había varios idénticos en la fila que aguardaba en la parada de taxis del
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