Page 215 - La iglesia
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entrecruzados frente al rostro. Silvia y Rosa estaban a un pelo de echarse a

               llorar. No sabían por qué, pero algo les decía que había razones para ello. Tan
               solo Jaime, el benjamín, jugaba con su dinosaurio de plástico como si nada.
                    Encontraron la nevera abierta. Por el olor, llevaba así todo el día. Había
               restos  de  carne  y  pollo  crudos  desparramados  por  el  suelo  y  un  par  de

               cartones de leche reventados, formando un charco pegajoso y medio cuajado
               en el suelo. Lola masculló una maldición entre dientes y cerró el frigorífico.
               Justo en ese momento, la llave de la puerta de la calle giró dos veces.
                    Clac, clac.

                    El sonido de la trampa al cerrarse.
                    Lola cambió de posición y se colocó en la puerta de la cocina, dejando a
               sus  hijos  detrás  de  ella.  El  pasillo  formaba  una  ele,  era  imposible  ver  el
               vestíbulo desde allí. El miedo y la razón iniciaron un debate interior. Por un

               lado,  le  asustaba  el  hecho  de  girar  la  esquina  y  encontrarse  a  su  marido
               transformado en una versión barrigona de Jack Nicholson en El resplandor;
               por otro, era su marido: un hombre que hasta una semana atrás había sido un
               padre  ejemplar  y  un  cristiano  como  Dios  manda,  nunca  mejor  dicho.  Una

               lágrima solitaria y silenciosa rodó por su mejilla.
                    —¿Manolo? —Lola luchó porque la voz no se le quebrara. A su espalda,
               los niños guardaban un silencio angustioso, dramático.
                    Apenas tuvo medio segundo para arrepentirse de haber vuelto a casa, justo

               lo  que  tardó  su  esposo  en  doblar  la  esquina  del  pasillo  y  propinarle  un
               puñetazo  en  pleno  rostro  que  la  hizo  caer  al  suelo.  Las  niñas  chillaron,
               aterrorizadas, y Perea trató de silenciarlas amordazándolas con sus manazas.
               Manu se lanzó contra su padre y le golpeó en la cara con todas sus fuerzas.

               Este ni se inmutó. Jaime, en una esquina de la cocina, se abrazó a su muñeco.
                    —¡Callaos! —rugió Perea, sin soltar a sus hijas⁠—. ¡No entendéis nada!
                    El intento de tapar la boca a las niñas resultó en vano, y para colmo su
               hijo mayor no cesaba de pegarle. El alboroto no tardaría en atraer la atención

               del vecindario. Perea, ignorando los puñetazos y patadas de su primogénito,
               pulsó el botón de encendido del viejo radio CD que reposaba en un rincón de
               la  encimera.  Volumen  al  máximo.  El  disco  que  vegetaba  desde  hacía  años
               dentro del aparato, un viejo compacto de éxitos de los 80, resucitó. Los Tears

               for Fear pusieron una banda sonora muy apropiada a la escena.

                           All around me are familiar faces
                           Worn out places
                           Worn out faces
                           Bright and early for their daily races
                           Going nowhere



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