Page 210 - La iglesia
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Félix notó entonces cómo una mano diminuta tiraba de su casulla.
Sobresaltado, bajó la vista para ver algo que se asemejaba a Marisol. La
pequeña estaba hundida hasta los tobillos en el limo infernal y le dedicaba una
sonrisa terrible de dientes sucios y cariados sobre un rostro lívido, de cadáver.
Pero lo peor eran sus ojos. Eran negros por completo, con un brillo tan
maléfico como hipnótico. Sus labios, agrietados y con costras de sangre, se
movieron.
—Padre, ¿puedo darle un beso a Jesusito? —Conforme hablaba, la niña
amplió su sonrisa y miró más allá del sacerdote; su pequeño índice señaló la
talla—. ¡Mira! ¡Ya viene!
Félix giró la cabeza y lo que vio le dejó paralizado.
La imagen de madera convulsionaba en la cruz.
Primero desclavó una mano, lanzando trozos de madera ensangrentada
que parecían lascas de carne. El clavo cayó al suelo, sumergiéndose en el
fluido sanguinolento. Luego la otra mano, lo que le hizo caer de bruces en el
fango carmesí. La talla, animada por las fuerzas más oscuras del infierno, ni
siquiera levantó la cabeza del suelo. Parecía bucear en aquella inmundicia.
Félix profirió un grito de horror. El sonido de los pies de la imagen al
desclavarse fue un crack de mal augurio. Entonces, levantó la cabeza, más
ensangrentada que nunca, con la corona de espinas goteando grumos rojos.
Avanzó chapoteando y Félix quiso escapar, pero un grupo de viejos jorgianos
muertos le cerraba el paso a su espalda.
—Esto no puede estar pasando —logró articular; al hablar, notó el sabor
salado de sus propias lágrimas.
Había saltado al ring sin entrenar, el campeón de los pesos pesados le
estaba dando la paliza del siglo y Félix no contaba con un entrenador piadoso
que tirara la toalla —o la estola— por él. No había posibilidad de rendición.
Los muertos se le acercaron y sus bocas cadavéricas hablaron.
—Nuestros ritos no sirven contra él —se lamentaron a coro—. Reza por
tu alma.
La Marisol monstruosa se colocó detrás de él, puso las manos en su
trasero y le empujó hacia la talla, que se acercaba reptando como un animal,
con su rostro ensangrentado elevado y su boca prometedora de mil apocalipsis
abierta como un agujero negro dentado.
—¡¡¡DIOS MÍO, AYÚDAME!!! —rogó Félix a gritos, entre lágrimas.
Pero Dios no atendió su llamada. El cristo impío se incorporó hasta tener
su cabeza a la altura de la del sacerdote y se fundió con él en un abrazo
intenso. La Marisol de la cripta rio como si presenciara el mejor espectáculo
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