Page 212 - La iglesia
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puerto  de  Ceuta.  A  tres  mil  euros  en  el  mercado  de  saldo  alemán,  eran  la

               compra preferida de los profesionales adscritos a la cofradía del puño.
                    —Al Hospital Universitario, por favor.
                    El trayecto se le hizo eterno al aparejador. Había recibido una llamada de
               Marta horas antes en el tren, a la altura de Córdoba. Marisol había entrado en

               una especie de coma, algo parecido a lo que le pasó a Maite Damiano. Tanto
               empeoró que los médicos decidieron trasladarla del ala de pediatría a la UCI,
               una  decisión  que  tenía  dos  caras  para  su  madre:  la  buena,  la  niña  estaba
               atendida  en  todo  momento;  la  mala,  nada  de  acompañantes.  Marta

               deambulaba  por  el  pasillo,  por  el  vestíbulo  enorme  del  hospital,  por  la
               explanada  gigantesca,  siempre  como  un  tigre  de  Bengala  enjaulado,  sin
               despegar el ojo del móvil. Empalmaba un cigarrillo con otro, dando paseos
               sin rumbo por los senderos de la desesperación. Lloraba en silencio, a veces

               sola, a veces con la compañía de Hortensia, su madre, que iba y venía de casa
               para  no  dejar  solo  a  Carlos.  El  crío  apenas  dormía,  aquejado  de  terrores
               nocturnos,  diurnos…  Qué  carajo,  terror  a  jornada  completa.  El  mayor
               consuelo para Marta era que su madre le llevaba cajetillas de Marlboro, dos

               en cada viaje. Su camello particular de tabaco.
                    Y Juan Antonio, mientras tanto, jugando a los cazafantasmas, lejos de allí.
                    Marta desembocaba en la cafetería del hospital y se chutaba café tras café
               para recuperar fuerzas y volver a la UCI, a mendigar cinco minutos en los que

               su alma se partía al ver a Marisol inconsciente, profanada por una decena de
               tubos y cables de utilidad desconocida. Y conforme más cafeína asimilaba y
               más  nicotina  y  alquitrán  acumulaba  en  sus  pulmones,  más  crecía  la
               animadversión hacia su marido. A veces daba un paseo hasta la carretera que

               discurre  detrás  del  hospital  y  gritaba  a  pleno  pulmón.  El  guardacoches,  un
               inmigrante  subsahariano,  de  color  pantera  negra,  la  observaba  en  silencio,
               disimulaba un gesto contra el mal de ojo y se quitaba de en medio.
                    Juan Antonio trató de contactar con el padre Félix por séptima vez, sin

               éxito. El móvil daba señal, pero él no lo cogía. El arquitecto técnico quería
               negociar el orden de combate contra el monstruo que habitaba en la talla, sin
               descartar  sus  planes  de  purificación  por  fuego.  Prefería  actuar  de  forma
               consensuada  con  Félix,  antes  de  hacerlo  a  las  bravas.  Juan  Antonio  estaba

               asustado. Sabía que el tiempo corría en su contra. En cuanto viera a su hija y
               dejara a su mujer medio calmada se prepararía para entrar en acción, con o sin
               el padre Félix.
                    Divisó  a  Marta  de  lejos,  en  mitad  del  inmenso  patio  de  entrada  del

               hospital. Ella también le vio venir. Su postura era desafiante, con las piernas




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