Page 220 - La iglesia
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ocurrido. Tocó el timbre bajo la mirada curiosa de los allí presentes. Un joven

               policía de uniforme le abrió la puerta.
                    —Inspector Hidalgo —le saludó.
                    —¿Está Lagares?
                    —Sí, señor, pase. Está en el salón, con la señora.

                    La estancia era amplia, amueblada con gusto alrededor de un televisor de
               última generación. El inspector Lagares y Lola compartían chaise longue y un
               par  de  tazas  de  café,  mientras  ella  le  ponía  al  corriente  de  los  hechos.  La
               mujer, que tenía moretones en la cara y el labio roto, desvió la mirada hacia la

               puerta al detectar la presencia del recién llegado. Lagares arqueó las cejas,
               sorprendido, y se levantó a recibir a su compañero.
                    —Coño, Hidalgo. ¿Qué haces aquí?
                                                                     ⁠
                    —Nunca mejor dicho: pasaba por aquí —bajó la voz para que Lola no le
                      ⁠
               oyera—.  Conozco  a  este  tío.  Ayer  se  pilló  una  curda  tremenda  y  anduvo
               montando numeritos por la calle.
                    Lagares se dirigió al policía joven que esperaba en el pasillo:
                    —Pérez, quédate con la señora un momento —⁠le ordenó; acto seguido, le

                                    ⁠
               susurró a Hidalgo—. Acompáñame, esto es más gordo de lo que parece.
                    Inspector Lagares. La espalda como un tráiler, el mentón como la quilla
               de un  rompehielos,  las  manos  como  dos palas  de  paddle.  Ojos  estrechos y
               taimados, especialistas en detectar el mínimo detalle y decir no me lo creo.

               Pasaron de largo una habitación donde una psicóloga de la policía y una joven
               agente tomaban una primera declaración a los críos sin que estos ni siquiera
               se  dieran  cuenta.  Juego  de  detectives.  Hidalgo  contó  cuatro  niños  de
               diferentes  edades.  Los  dos  policías  entraron  en  la  cocina.  Estaba  hecha  un

               desastre, peor que como la encontró Lola al regresar a casa.
                    —¿No está Perea? —preguntó Hidalgo.
                    —Qué va, se piró antes de que llegáramos, pero no se escapará; ya tengo
               varias  unidades  buscándole.  No  veas  la  que  ha  montado  el  tío.  Aquí  ha

               cobrado hasta el gato: la mujer, los niños… Pero mira esto.
                    Lagares señaló una pila de ropa amontonada sobre la mesa de la cocina.
               La parte superior mostraba un hueco, como si hubiera cedido bajo varios kilos
               de  peso.  Debajo  del  montón,  el  extremo  de  una  camisa  se  veía  negro,

               requemado.
                    —Una pira —informó Lagares—. La mujer dice que su marido pretendía
               quemar vivo al pequeño de tres años aquí mismo.
                    —¡No me jodas!







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