Page 223 - La iglesia
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Una  vez  más,  la  Navaja  de  Ockham.  Una  vez  más,  el  matemático

               buscando la explicación más razonable en un escenario irracional.
                    —El  resplandor  sale  a  través  de  las  vidrieras,  de  las  ventanas  de  la
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               sacristía y del campanario —observó Juan Antonio, abriendo el maletero del
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               Avensis—. Si son flashes, ahí dentro hay un ejército de paparazzi. Félix debe
               de haber empezado el ritual.
                    El  padre  Ernesto  le  contempló  con  escepticismo  mientras  el  aparejador
               sacaba  la  bolsa  de  la  compra  del  maletero.  El  párroco  se  preguntó  qué
               demonios contendría, pero su discreción le impidió preguntarle. Con la mano

               libre, Juan Antonio cogió el grimorio.
                    —¿Ese  es  el  libro?  —Ernesto  estuvo  a  punto  de  rematar  la  frase
               añadiendo «de las narices».
                    Juan Antonio asintió.

                    —Así que ese es el manual para acabar con el Mal…
                    —Eso cree también el padre Agustín.
                    —Un jorgiano de la quinta de Matusalén.
                    El  aparejador  le  agarró  del  brazo.  No  fue  un  agarrón  violento,  pero  sí

               firme.
                    —A  pesar  de  que  no  te  creas  una  mierda  de  todo  esto,  me  siento  más
               seguro entrando contigo, Ernesto. Estoy aterrado, te lo juro.
                    El sacerdote le mantuvo la mirada, y luego la desvió hacia la iglesia. Un

               nuevo  fogonazo  escapó  por  todos  los  vanos  del  edificio.  Una  especie  de
               relámpago  trepó  por  el  campanario,  como  un  fuego  de  San  Telmo.  De
               repente, el párroco notó cómo la respiración se le hacía pesada.
                    ¿Miedo? ¿Tenía miedo?

                    Si la fe era su arma, sus cargadores estaban vacíos.
                    —¿Tienes llave? —preguntó Juan Antonio.
                    —Félix  tiene  la  única  copia.  Aún  no  he  localizado  ningún  herrero
               medieval que fabrique un duplicado.

                    Juan Antonio deseó con todas sus fuerzas que la iglesia estuviera abierta.
               Si sacaba la palanca, lo más seguro sería que Ernesto no le dejara forzar la
               puerta. ¿Qué haría entonces? ¿Abrirle la cabeza al sacerdote? Justo cuando
               subían los tres escalones que llevaban a las puertas, estas se abrieron de par en

               par,  mostrando  el  vestíbulo  de  entrada  cerrado,  tenebroso.  El  rostro  del
               aparejador palideció. Si no fuera por su hija, habría salido corriendo, sin mirar
               atrás.
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                    —Joder,  ¿quién  ha  abierto  las  puertas?  —preguntó,  sin  esperar
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               respuesta—. ¿Félix? —⁠llamó.




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