Page 227 - La iglesia
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Se  santiguó  y  avanzó  con  pasos  lentos  hasta  el  borde  de  la  cripta,  que

               ahora asemejaba una fosa rebosante de un alquitrán burbujeante, ajeno a este
               mundo. Juan Antonio, detrás de Ernesto y muy asustado, se parapetó contra
               un banco, esperando a ver qué hacía el cura; sentía el alivio desesperado y
               efímero del espectador de la tragedia, mezclado con la vergüenza del amigo

               cobarde  que  contempla  cómo  van  a  zurrar  a  su  colega  sin  atreverse  a
               intervenir. Lo que una vez fue una talla de madera y ahora una versión atroz y
               herética de Pinocho, amplió su sonrisa al ver al sacerdote acercarse. Desafío
               de matón de patio. La aberrante caricatura de Jesús dio un par de pasos frente

               al  altar  mayor,  con  unos  andares  felinos  que  poco  tenían  que  ver  con  la
               rigidez a la que había estado sometido durante más de trescientos años. Duelo
               de miradas: la del monstruo derrochaba seguridad. La del párroco, miedo.
                    —En nombre de Dios, todopoderoso, te ordeno que vuelvas al infierno de

               donde procedes…
                    «¿Del infierno?», le interrumpió el cristo impío. «¿Realmente crees que
               vengo del infierno?».
                    Aquella cosa soltó una carcajada atroz que salpicó de sangre los escalones

               de  mármol  blanco  del  presbiterio.  Detrás  de  él,  Perea  seguía  inmóvil  e
               impertérrito, como un monaguillo que espera el momento de intervenir en la
               liturgia.
                    Dentro de la cabeza de Ernesto retumbó la voz del que fuera su profesor

               de  teología  en  el  seminario:  «no  escuchéis  al  demonio,  es  el  señor  de  las
               mentiras». Los ojos del párroco se desplazaron hacia Félix, que parecía ahora
               tan rígido como lo fuera la talla de madera. Su miedo se acrecentó: si alguien
               con tanta fe como él había sido derrotado a la primera, aquel ser diabólico iba

               a hacerle picadillo.
                    «No provengo del infierno, sacerdote», prosiguió el ente. «Los seguidores
               de vuestro Dios os hacen creer que no hay más mundos que el terrenal, el
               infierno y ese falso cielo que os prometen. Vivís engañados: hay muchos más,

               y hay cosas mucho más antiguas que eso a lo que vosotros llamáis Dios».
                    Ernesto se hincó de rodillas y rezó en silencio. Invocó a Dios con todas
               sus  fuerzas,  deseó  que  apareciera  en  una  explosión  de  luz  blanca,  que  se
               mostrara  con  la  misma  nitidez  con  la  que  se  mostraba  aquella  entidad

               maléfica. ¿No era todopoderoso? ¿Por qué no acudía a su llamada y acababa
               con aquella pesadilla con un gesto de su omnipotente mano? ¿Acaso aquel
               monstruo era más poderoso que Él? La voz terrible del cristo impío le hizo
               abrir los ojos.







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