Page 231 - La iglesia
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—No basta el perdón, padre. ¡Hay que poner la otra mejilla!

                    Y entonces fueron los puños de Perea los que se estrellaron una y otra vez
               contra el rostro de Ernesto Larraz.
                    Esta vez, sí actuó como un buen cristiano: puso la otra mejilla, una y otra
               vez.

                    Una y otra vez, sin oponer resistencia. Sin defenderse.
                    El cristo impío rio a carcajadas. Las protuberancias venosas que cubrían
               toda la iglesia aceleraron su pulso sanguíneo y los relámpagos serpentearon
               por las paredes y el techo con más fuerza que nunca.

                    Juan Antonio, simplemente, no sabía qué hacer.









               Jorge Hidalgo llegó jadeando a la explanada donde se elevaba la Iglesia de
               San  Jorge.  El  espectáculo  que  se  encontró  le  dejó  sin  habla:  el  Mal  se
               manifestaba ante sus ojos con una virulencia inusitada, cubriéndolo todo con

               un manto oscuro rasgado por relámpagos de pura energía negativa. Reconoció
               el Toyota Avensis de Rodero aparcado en la explanada, por lo que supuso que
               el aparejador había decidido unirse a la fiesta. Ni rastro de Manuel Perea: si
               estaba allí, como suponía, se encontraba dentro del edificio.

                    Su  instinto  le  advirtió  de  que  no  estaba  solo  en  aquel  escenario  de
               pesadilla. Giró la cabeza y distinguió una figura enjuta que contemplaba el
               templo desde la puerta de su casa, con la expresión impotente de alguien que
               presencia  un  incendio  sin  poder  hacer  nada  para  extinguirlo.  Hidalgo  se  le

               acercó. Aunque era la primera vez que le veía, adivinó que era el padre de
               Dris. Mientras le saludaba, se preguntó si aquel viejo estaría viendo lo mismo
               que él.
                    —Buenas noches —le saludó—. ¿Vive usted aquí, verdad?
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                    —Sí —confirmó él, sin apartar la mirada de la iglesia—. Soy Saíd, y esta
               es mi casa.
                    —¿Usted también puede ver esas luces?
                    Como toda respuesta, el anciano asintió muy despacio.

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                    —Soy Jorge Hidalgo, inspector de la Policía Nacional —se presentó.
                    —No  se  ofenda,  señor,  pero  creo  que  la  policía  poco  puede  hacer  para
               detener lo que está pasando ahí dentro.
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                    —No estoy aquí como policía —le aclaró Hidalgo, que no dudó en poner
                                        ⁠
               sus cartas boca arriba—. Tengo el don de ver cosas que el resto de la gente no




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