Page 235 - La iglesia
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Juan Antonio siguió reculando por la nave central hasta que, de repente,

               unos brazos poderosos le alzaron del suelo y le hicieron estrellarse contra los
               mismos  bancos  que  ocultaban  la  figura  inconsciente  de  Ernesto  Larraz.  Lo
               siguiente que sintió fue un puñetazo en el pómulo. No se peleaba desde el
               colegio,  y  allí  siempre  había  engrosado  el  grupo  de  los  perdedores.  Otro

               puñetazo, y otro más, y luego un crujido inmenso que sonó como si un ariete
               redujera a astillas las puertas de una fortaleza.
                    Perea, babeante, giró la cabeza hacia el ruido sin soltarle de las solapas.
               Juan Antonio respiró aliviado: así que ese último sonido no había sido el de

               su cráneo haciéndose pedazos. Bien. Desde su posición en el suelo, apenas
               pudo adivinar la presencia de los recién llegados.
                    Dos nuevos gladiadores hacían su entrada en la arena roja del infierno.
                    Dichosos los llamados a esta cena.










               El gato hidráulico de Saíd había funcionado bien como palanca, primero para
               abrir  un  hueco  entre  los  batientes  de  madera  y  luego  para  terminar  de
               reventarlos  a  golpe  de  manivela.  Hidalgo  y  él  entraron  al  vestíbulo  y
               encontraron la puerta de la derecha abierta, tal y como la habían dejado Juan

               Antonio y Ernesto. El hedor vomitivo, el tenebroso resplandor sobrenatural y
               la atmósfera cargada de electricidad les dieron la bienvenida antes de cruzar
               el  umbral.  Una  vez  dentro,  el  espectáculo  dantesco  les  dejó  sin  habla.  La
               Iglesia  de  San  Jorge  se  había  convertido  en  el  Versalles  de  Satanás,  en  un

               jardín de inmundicia presidido por el padre Félix levitando sobre el altar, en
               mitad de aquel entramado de arterias rojas latiendo y retorciéndose como si
               tuvieran vida propia.
                    Los ojos del inspector se fijaron en la amenaza más cercana: Perea soltó a

               Juan  Antonio  y  se  plantó  en  mitad  de  la  nave  central,  frente  a  la  ciénaga
               negra, clavando una mirada feroz en los recién llegados. Parecía enajenado,
               fuera de sí, y estaba a menos de diez pasos. Pero había algo aún peor detrás de
               él: una silueta enjuta, aterradora, que se desplazaba con andares felinos por el

               presbiterio. Hidalgo la reconoció en el acto y se quedó paralizado. De pronto,
               la cabeza magullada del aparejador surgió entre los bancos, sorprendiendo a
               Saíd  y  haciendo  que  Hidalgo  saliera  de  su  estado  de  shock.  Juan  Antonio
               trataba de ponerse de pie a duras penas, agarrándose al respaldo del banco.

                    —¡Salid de aquí! —gritó—. ¡Ni siquiera el fuego le hace daño!




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