Page 240 - La iglesia
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El que una vez fuera devoto del Gran Poder, padre de familia ejemplar y

               ciudadano modelo salió de su inconsciencia y se irguió, bañado en légamo
               rojo. Ahora, sus ojos eran los mismos pozos de negrura del cristo animado.
               Los  ojos  del  Mal,  abismos  primigenios  anteriores  a  todo,  testigos  de
               nacimientos y muertes de estrellas.

                    Ojos coetáneos al mismo Dios.
                    Perea soltó una carcajada familiar, idéntica a la del cristo impío. Su voz
               también era la misma: ronca, inhumana.
                    «Y  ahora  es  cuando  empieza  todo  de  nuevo»,  silabeó,  enfocando  su

               atención  en  Saíd,  que  acababa  de  levantarse  del  banco  y  había  palidecido
               como un cadáver. «¿Qué pasa, viejo, dónde está tu fe ahora? ¿Te queda algún
               resto para seguir luchando contra mí, ahora que tengo un cuerpo nuevo?».
                    Dos lágrimas rodaron por las mejillas enjutas de Saíd. Lo que una vez fue

               Perea  tenía  razón:  si  bien  su  fe  permanecía  intacta,  no  tenía  fuerzas  para
               luchar. A su lado, Juan Antonio retrocedió unos pasos, aterrorizado. Ernesto y
               Félix,  empapados  de  cieno  rojo,  contemplaron,  desolados,  a  la  nueva
               abominación triunfante. Por el rabillo del ojo, el párroco observó que Jorge

               Hidalgo  mantenía  los  ojos  cerrados,  como  si  meditara.  Aquella  visión  le
               pareció inquietante: el policía parecía en trance.
                    De  repente,  Hidalgo  abrió  los  ojos  y  se  lanzó  contra  el  monstruo,
               sorprendiéndole.
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                    —¡Es un farol, hijo de puta! —aulló, agarrando las solapas de la cazadora
                                      ⁠
               mugrienta de Perea—. ¡Salid de aquí, rápido!
                    Hidalgo dio un giro con todas sus fuerzas, obligando a Perea a hacer lo
               mismo,  como  si  ejecutaran  un  vals  salvaje  y  descontrolado.  El  ente  en  su

               interior  aulló  de  rabia,  pero  no  pudo  obligar  al  cuerpo  lastimado  y  recién
               poseído a responder como él hubiera querido. Saíd le había debilitado con sus
               oraciones e Hidalgo, de algún modo, lo sabía. A la cuarta vuelta, ambos se
               precipitaron al interior del hueco de lo que fuera la cripta, desapareciendo en

               el pozo de oscuridad absoluta.
                    —¡Mierda! —exclamó Juan Antonio, horrorizado.
                    Justo  en  ese  momento,  un  sonido  ensordecedor  retumbó  por  toda  la
               iglesia,  a  la  vez  que  un  trozo  de  techo  caía  a  pocos  metros  de  donde  se

               encontraban los sacerdotes, salpicándoles de lodo rojo. Poco más allá cayó
               otro, y otro más.
                    La iglesia se venía abajo, en una lluvia mortal de cascotes y polvo.
                    Ernesto ayudó a Félix a llegar donde estaban Juan Antonio y Saíd, que se

               cubrían  la  cabeza  con  los  brazos  sin  dejar  de  mirar  al  techo,  tratando  de




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