Page 241 - La iglesia
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adivinar cuál sería el siguiente trozo en desprenderse. El párroco sacudió al

               aparejador.
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                    —¡Marchaos de aquí, rápido! —⁠le ordenó—. ¡Esto está a punto de venirse
               abajo!
                    —¿Y tú? —le preguntó Juan Antonio, haciéndose cargo de Félix.

                    —Voy a por Hidalgo.
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                    —¡Qué dices? —exclamó Félix, aterrorizado—. ¡Han caído dentro de la
               cripta, y está inundada de Dios sabe qué! ¿Acaso quieres morir con ellos?
                    —¡No me obligues a dejarte sin sentido de un puñetazo! —⁠le amenazó

                        ⁠
               Ernesto—. Saíd, ¿se encuentra usted bien?
                    El viejo asintió, incapaz de hablar.
                    —¡Pues fuera! ¡Ya! ¡No perdáis tiempo!
                    Saíd  ayudó  a  Juan  Antonio  a  llevar  a  Félix,  que  siguió  protestando,

               tratando de convencer a gritos a Ernesto para que abandonara la iglesia con
               ellos. Se lo llevaron casi a rastras, chapoteando en el fango lo más rápido que
               les  permitían  sus  piernas.  El  joven  sacerdote  ni  siquiera  se  quejó  del  pie
               lesionado.  Cuando  el  párroco  les  vio  salir,  se  volvió  hacia  la  ciénaga.

               Burbujeaba,  y  la  sustancia  roja  seguía  sin  mezclarse  con  ella,  de  forma
               inexplicable. Ignorando los cascotes y las cascadas de polvo que caían a su
               alrededor,  Ernesto  se  tumbó  boca  abajo  y  hundió  el  brazo  en  aquella  cosa
               hasta  el  hombro.  Un  frío  fantasmal  le  heló  hasta  el  alma.  Rebuscó  con

               decisión, como quien decide meter la mano en la taza turca de un bar de mala
               muerte después de que su anillo de boda hubiera caído en ella.
                    Nada. Sus dedos no tocaban nada sólido dentro de aquella charca de helor
               espectral.

                    Pero Ernesto Larraz se dijo que esta vez haría lo correcto, costara lo que
               costara. Tomó aire, y no solo sumergió la cabeza en el lodazal.
                    Abrió los ojos.
                    Y  vio  la  nada.  Una  nada  oscura  como  oscuros  han  de  ser  los  agujeros

               negros.  Y  en  medio  de  la  nada,  dos  figuras  entrelazadas  en  una  lucha  a
               muerte. De una brotaba luz, una luz que rasgaba las tinieblas como un faro la
               oscuridad  de  la  noche.  La  otra,  enorme  y  tenebrosa,  parecía  tratar  de
               envolverla en una capa de negrura. Ernesto olvidó respirar, sin estar siquiera

               seguro de que podría hacerlo en aquel espacio de vacío absoluto.
                    Entonces tendió la mano hacia la figura luminosa, a pesar de la distancia
               insalvable que le separaba de ella. Pidió a ese Dios que tenía tan olvidado que
               le diera fuerzas, que le ayudara a rescatarla de aquel destino incierto. Enfocó

               su mente y su alma solo en eso, visualizándose a sí mismo agarrando la mano




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