Page 238 - La iglesia
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esto…

                    Juan Antonio perdió la paciencia.
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                    —¡Mira a tu alrededor, Ernesto! —le gritó, señalándole el entramado de
               lianas  rojas  que  cubría  las  paredes,  recorridas  por  aquellos  extraños
               relámpagos de energía desconocida que asemejaban una versión diabólica del
                                       ⁠
                                                                      ⁠
               fuego de San Telmo—. ¿Una alucinación? —El aparejador apuntó su índice
               hacia la figura del sacerdote en suspensión⁠—. ¿Y qué me dices de eso?
                    —¡Félix! —exclamó Ernesto, y corrió hacia él.
                    En su carrera, el párroco estuvo a punto de caer dentro del pozo en que se

               había  convertido  la  cripta.  Unos  apéndices  pegajosos,  como  tentáculos,  se
               aferraban  a  los  bordes  de  piedra,  como  si  aquella  sustancia  alquitranosa
               estuviera  viva.  En  cuanto  Ernesto  pisó  el  primer  peldaño  de  la  escalinata,
               Félix se precipitó al suelo como una marioneta a la que cortan las cuerdas.
                                                                                             ⁠
                    —¡Félix!  —exclamó  Ernesto,  agachándose  para  auxiliarle—.  ¡Félix,
               ¿estás bien?!
                    El joven sacerdote abrió los ojos y miró a su alrededor, como si acabara
               de  despertar  de  un  mal  sueño.  Su  mirada  recorrió  las  paredes  infectadas  y

               centelleantes.
                    —¿Qué…, qué ha pasado? ¿Qué es eso que cubre las paredes y el techo?
                                                                                             ⁠
                    —Luego  te  lo  explico  —le  dijo,  ayudándole  a  levantarse—.  Ahora
               salgamos de aquí…

                    Félix gritó de dolor.
                    —¡El pie! ¡Me duele horrores!
                    —Apóyate en mí, sin miedo.
                    Mientras abandonaba el presbiterio apoyado en su compañero, Félix trató

               de asimilar la selva roja y centelleante en que se había convertido la Iglesia de
               San Jorge. Se fijó, sobre todo, en la fosa de alquitrán burbujeante que ocupaba
               el lugar de la cripta y en la hoguera que había junto a ella. Hidalgo, al borde
               de la ciénaga y con los ojos fruncidos, parecía tratar de vislumbrar algo en su

               interior, como un pescador que trata de localizar presas en aguas turbias. Juan
               Antonio  y  Saíd  les  esperaban  sentados,  con  rostro  digno  de  funeral.  El
               aparejador tenía hematomas en el rostro, y el viejo mantenía los ojos clavados
               en  el  reclinatorio  del  banco.  Un  poco  más  allá,  Félix  distinguió  el  bulto

               inmóvil  de  Manolo  Perea.  Al  pasar  junto  al  fuego,  reconoció  la  talla  de
               Ignacio de Guzmán, convertida ahora en un monigote de madera ennegrecida.
                    —¿Hemos ganado? —le preguntó a Ernesto.
                    —No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de lo que ha pasado —⁠reconoció el
                                                       ⁠
               párroco, que se dirigió a los demás—. Salgamos de aquí.




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