Page 234 - La iglesia
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Las enredaderas venosas que lo cubrían todo se expandían cada vez más.
Sus tentáculos rojos parecían alargarse y engordar. Si Juan Antonio no hacía
algo, la iglesia se convertiría muy pronto en un paisaje infernal, tóxico.
Tenía que atacar al origen del mal. Tenía que hacerlo por su hija.
Arrimó el encendedor al trapo y este ardió de inmediato. Ya no había
vuelta atrás. O lo soltaba pronto o ardía él. Rodeó corriendo el cenagal oscuro
que era ahora la cripta, pasando muy cerca del combate del siglo, Perea vs.
Larraz. Los ojos de la imagen viviente se volvieron dos pozos negros al verle
venir con el artefacto en la mano. Profiriendo un grito de rabia, Juan Antonio
lanzó el cóctel molotov contra el cristo impío. Lo hizo desde cerca, desde
donde no podía fallar.
Y no falló. Acertó de pleno.
La bomba casera impactó contra en el pecho de la encarnación maldita,
rompiéndose en un millón de fragmentos con un fogonazo deslumbrante. Las
llamas se deslizaron por los brazos, la cara y el torso de lo que una vez fue
una talla de madera. El monstruo abrió de par en par sus ojos de noche sin
estrellas y emitió un grito infrahumano que hizo que todos los cristales de las
vidrieras reventaran a la vez, provocando una lluvia de esquirlas multicolores.
Los fluorescentes saltaron en pedazos, dejando la iglesia sumida en una
penumbra apenas combatida por la luz danzarina de las velas y los
relámpagos reptantes. La atmósfera de pesadilla se hizo aún más terrible. La
discoteca de Satán.
La estatua envuelta en llamas profería unos alaridos difíciles de soportar.
Por un segundo, Juan Antonio sintió el subidón de la victoria en el vientre y
en el alma. Lo había conseguido. «Arde, hijo de puta, arde, muere y libera a
mi pequeña».
Pero el subidón solo duró un instante más, hasta que el cristo impío
moduló su grito de dolor hasta transformarlo en una risa maléfica. Las llamas
danzaban a su alrededor sin afectarle, como pirotecnia de ilusionista. La
expresión de triunfo de Juan Antonio se derritió hasta formar una de derrota.
Retrocedió un paso, dos, y a punto estuvo de caer en el pozo negro. El
monstruo, rodeado de fuego como un especialista embutido en un mono de
amianto, descendió los peldaños del presbiterio con movimientos lentos,
escalofriantes.
«¿Creías que podías destruirme con fuego?». Las llamas se extinguieron
de repente, como si nunca hubieran existido. «¿De verdad pensabas que
alguien como tú, sin fe, sin creencias, sin ver más allá de sus narices, podría
alzar su brazo en armas contra mí?».
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