Page 229 - La iglesia
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Susana Torres, con los ojos bañados en lágrimas, obedeció al médico que,

               como el resto del personal, trataba de devolver a Marisol a la superficie de su
               cama a toda costa. Un médico, dos enfermeras, una auxiliar de clínica y un
               par  de  celadores  no  eran  capaces  de  moverla  ni  un  centímetro.  Los  pocos
               pacientes de los boxes vecinos que estaban conscientes preguntaban a gritos

               qué estaba pasando, y las voces del personal sanitario no eran, precisamente,
               tranquilizadoras.
                    —¡Esto  es  una  locura!  —exclamó  el  médico,  elevando  los  pies  y
                                                               ⁠
               quedando suspendido del torso de la niña—. ¿Pero cómo cojones puede flotar
               en el aire y aguantar mi peso?
                    —¡Increíble! —dijo uno de los celadores, dando un paso atrás y sacando
               del bolsillo un teléfono móvil.
                    —¿Se puede saber qué coño haces?

                    —¡Grabar esto, doctor, o nadie nos creerá! ¡¡¡MIERDA!!!
                    El  celador  soltó  el  teléfono  como  si  fuera  un  pedazo  de  carbón
               incandescente. El aparato cayó al suelo y empezó a chisporrotear. Cuando se
               agachó a apagarlo, estalló.

                    Y todas las luces de la UCI se vinieron abajo.









               «El padre de mi zorrita», silabeó el cristo impío sin abandonar su posición
               frente al altar mayor. «Ni te imaginas cómo la cuido desde aquí. Mi poder es
               grande,  y  llega  hasta  donde  alcanzan  mis  deseos».  La  abominación  esbozó

               una sonrisa desafiante. «¿Crees que puedes destruirme? ¡Inténtalo!», le retó.
                    —¡Apártate,  Ernesto!  —gritó  de  nuevo  Juan  Antonio⁠—.  ¡Lo  vamos  a
               hacer a mi manera!
                    El temblor de sus manos se intensificó al acercar el encendedor al trapo

               empapado en gasolina que sobresalía de la botella. Las dudas le asaltaron y
               avivaron sus temores. ¿Habría preparado bien el cóctel? Si encendía ahora la
               mecha, ¿tendría tiempo de acercarse al altar, o el artefacto le estallaría en la
               mano  antes,  convirtiéndole  en  una  antorcha  humana?  Si  lo  arrojaba  desde

               donde se encontraba, ¿tendría fuerza suficiente para alcanzar a su objetivo, o
               el  lanzamiento  se  quedaría  corto?  ¿Y  si  acertaba  al  padre  Ernesto  por
               accidente? Al igual que el padre Félix se había metido a exorcista sin serlo, él
               se había metido a terrorista sin tener ni puta idea.







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