Page 226 - La iglesia
P. 226

tanto en tanto por los relámpagos infernales. Abajo, junto al altar, Ernesto e

               Hidalgo contaron tres figuras.
                    La primera, vestida con casulla blanca y estola morada, era inconfundible:
               Félix Carranza, inmóvil, con los brazos en cruz, la cabeza echada hacia atrás,
               la  boca  abierta  y  babeante,  la  mirada  perdida  en  el  fresco  de  San  Jorge

               aniquilando  al  demonio,  que  ahora  no  era  más  que  un  herpes  de  pintura
               destruida, recorrida por la energía desconocida que reptaba por doquier. Si no
               fuera porque se mantenía de pie, habrían jurado que estaba muerto.
                    A dos metros detrás de él, con la mirada enajenada y el rostro cubierto de

               sangre, estaba Manolo Perea. La cabeza gacha, los ojos mirando a los recién
               llegados como un perro a punto de atacar. Los brazos caídos a cada lado del
               tronco y los puños cerrados, en una estampa de ira contenida que ponía los
               pelos de punta. Un perfecto cancerbero del Hades, babeando furia.

                    Pero la más terrorífica de las tres era la última de ellas.
                    Erguida,  con  los  brazos  caídos  y  las  manos  abiertas,  mostrando  sendas
               llagas purulentas. Su rostro pútrido esbozando la sonrisa del apocalipsis, de
               dientes  afilados  como  el  dolor.  Su  mirada  ígnea  fija  en  los  visitantes.  Su

               cabello  y  barba  transmutados  en  greñas  sucias  y  enmarañadas.  Su  cuerpo
               desnudo, otrora de madera, ahora parecía de carne.
                    «Juan, 1:14», pensó Ernesto al verle, sin poder evitarlo. «Y el verbo se
               hizo carne».

                    Carne  muerta,  embadurnada  de  sangre  vieja  y  sangre  nueva.  Carne
               parlante capaz de articular una bienvenida sin mover los labios, con una voz
               de  pesadilla  que  resonó  potente  —⁠no  sabían  si  en  el  aire  o  dentro  de  sus
                        ⁠
               mentes— a pesar de que los recién llegados estaban justo en la entrada de la
               iglesia.
                    «Os estaba esperando».
                    La razón de Juan Antonio luchaba contra su instinto de supervivencia, que
               le  aullaba  a  gritos  que  saliera  de  allí  cagando  leches.  «No  te  desmayes,

               cabrón,  no  te  desmayes,  piensa  en  tu  hija  y  no  te  desmayes  ni  te  cagues
               encima, no falles a tu hija, no le falles aunque sea lo último que hagas». Se
               abrazaba a la bolsa de la artillería como quien se abraza a un cojín viendo una
               película de miedo. A su lado, el padre Ernesto parecía estar en shock. No daba

               señales de miedo, ni tampoco de estar realmente allí. Parecía que le hubieran
               desconectado,  una  lobotomía  invisible  e  instantánea  que  por  suerte  fue
               transitoria. Duró lo que la parte más estricta de su raciocinio tardó en asimilar
               el escenario surrealista que se abría ante él y convencerse de que era tangible.

                    Tangible y peligroso.




                                                      Página 226
   221   222   223   224   225   226   227   228   229   230   231