Page 230 - La iglesia
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El ente maléfico leyó sus temores y ensanchó su sonrisa demoniaca. Al

               menos, el padre Artemio había tenido fe suficiente para contenerlo durante
               años.
                    Pero los enemigos a los que se enfrentaba ahora no eran más que un par
               de aficionados.

                    El monstruo activó a Manolo Perea con un gesto. Este se lanzó corriendo
               como un bisonte desbocado, con su mirada enajenada fija en Juan Antonio,
               que ahora dudaba si lanzarle el cóctel a él en vez de a la estatua viviente. Pero
               eso  no  sería  atentar  contra  la  propiedad  de  la  Iglesia  Católica,  sino  un

               homicidio con todas las de la ley.
                    Perea  se  apoyó  en  el  primer  banco  y  saltó  sobre  el  segundo,  con  una
               agilidad muy superior a la habitual. Juan Antonio se quedó paralizado: a esa
               velocidad, ni siquiera tendría tiempo de lanzarle el explosivo.

                    Entonces, Ernesto interceptó a Perea, y lo hizo con todas sus fuerzas.
                    Cayeron entre dos bancos, muy cerca de la poza negra de la cripta, y el
               párroco  descargó  en  él  toda  la  mala  baba  de  las  últimas  semanas,  la
               frustración  de  los  últimos  días  y  la  furia  de  las  últimas  horas.  El  primer

               puñetazo fue directo a las costillas del director de Caja Centro. El segundo, un
               izquierdazo en el mentón. En condiciones normales, ya estaría KO.
                    Pero aquellas no eran condiciones normales.
                    Perea  le  sujetó  la  muñeca,  y  Ernesto  descargó  el  puño  libre  contra  su

               nariz.  Un  crujido  y  un  salpicón  de  sangre  certificaron  la  diana,  pero  Perea
               seguía resistiendo desde su posición desfavorable. El sacerdote se zafó como
               pudo de su presa y siguió pegándole. Logró aplastarle el brazo izquierdo con
               la rodilla y continuó dándole puñetazos, sin piedad, sin mesura…

                    Ciego de ira.
                    —¡No  siga,  padre!  —le  rogó  Perea,  gorgoteando  sangre  y  dándose  por
               vencido⁠—. ¡No me pegue más! ¡Solo soy un niño!
                    La voz que oía Ernesto no era la voz de adulto del director de banco. Ni el

               rostro que veía ahora a su merced era la cara sebosa de labios brillantes de
               Manuel Perea, sino el rostro atractivo y magullado de Juan Carlos Sánchez
               Peralta,  el  crío  al  que  había  pegado  aquella  fatídica  tarde.  El  origen  de  su
               declive, el Big Bang de su ruina.

                    —Ayúdeme a levantarme, padre, me duele mucho…
                    Juan Antonio, con el cóctel molotov en la mano, no entendía nada. Desde
               donde estaba vio, acongojado, cómo Ernesto ayudaba a levantarse a Perea y
               rompía  a  llorar.  Una  vez  que  ambos  estuvieron  de  pie,  el  director  de  Caja

               Centro volvió a hablar:




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