Page 222 - La iglesia
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luchar.

                    Tras una breve y apresurada despedida, Hidalgo abandonó el domicilio de
               los Perea. Sabía dónde dirigirse, y tenía que darse prisa.
                    En su reloj de pulsera, las agujas señalaban las once y media de la noche.









               Media hora antes. Once de la noche, noche cerrada.

                    Juan  Antonio  Rodero  había  invertido  veinte  minutos  para  encontrar
               aparcamiento. Cuatro para localizar la casa. Dos para subir al domicilio de los
               sacerdotes. Más de treinta para convencer al padre Ernesto Larraz de que le
               acompañara a la Iglesia de San Jorge, entre explicaciones y ruegos.

                    Sentado  en  el  sofá  del  salón,  Juan  Antonio  acabó  narrándole  al  padre
               Ernesto  su  viaje  a  Madrid,  su  entrevista  con  el  padre  Agustín  y  la
               recuperación del grimorio de Ignacio de Guzmán. No obvió ningún detalle, ni
               siquiera el suicidio del padre Artemio y su lucha contra el ente que infectaba

               la  iglesia.  Compartió  con  él  la  desesperación  de  su  familia,  la  inminente
               ruptura de su matrimonio, los fenómenos extraños que rodeaban a su pequeña
               de  seis  años.  Tampoco  omitió  el  enfrentamiento  de  la  niña  con  Ramón,  el
               perro, dientes versus dientes, ni la paliza que Marisol le propinó a su madre,

               que la cuadruplicaba en peso. Lo único que no le confesó es que llevaba el
               maletero del coche repleto de cócteles molotov.
                    El  párroco  no  mostró  malas  formas  ni  hostilidad,  como  Juan  Antonio
               había temido en un primer momento, pero su cara era la viva estampa de la

               estupefacción. La cara de un hombre que acababa de oír lo que le faltaba por
               oír. El sacerdote estaba cansado. Ese sábado no había sido el mejor día de su
               vida,  y  la  noche  amenazaba  con  ser  la  peor  de  su  existencia.  Un  ateo
               convencido de que su hija estaba poseída; un sacerdote inexperto metido a

               exorcista;  una  talla  barroca  maldita…  Y  en  la  recámara  de  su  correo
               electrónico, una carta de renuncia lista para ser disparada.
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                    —Intentaré  poner  cordura  en  todo  esto  —dijo  al  fin,  y  se  levantó—.
               Vamos, aunque me parece que estáis los dos como una regadera.
                    Aparcaron en la explanada, frente a la iglesia, como de costumbre cerca
               del R5 de Saíd. Aún no habían salido del Toyota cuando vieron los primeros
               relámpagos a través de los ventanales polícromos del templo. Ernesto se apeó
               y observó el edificio, hasta que un nuevo destello iluminó la noche.

                    —¿Está haciendo fotos? —se preguntó en voz alta.




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