Page 237 - La iglesia
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Sin parar de rezar en árabe, Saíd lanzó el cóctel molotov contra el
monstruo. Su mano no tembló, como si fuera el mismo Dios quien guiara su
pulso. Su alma, limpia, sonrió ante la expresión de terror de la abominación.
Una vez más, el fuego se derramó sobre su cuerpo medio desnudo, pero
esta vez el cabello y la barba desaparecieron en un chisporroteo con olor a
chamusquina. Las llamas se adhirieron a sus extremidades y chorrearon,
formando un charco resplandeciente a su alrededor. Y por segunda vez, el
cristo impío aulló de dolor y rabia, pero esta vez los gritos no eran una farsa.
Porque esta vez, ardía de verdad.
Saíd tomó el grimorio, rodeó la fosa y se acercó a él leyendo unas
oraciones antiguas cuyo significado solo él y el ser eran capaces de entender.
Ernesto, dolorido pero algo más orientado, regresaba poco a poco al mundo
real, si es que aquel escenario infernal lo era de alguna forma. La visión de
Juan Carlos Sánchez Peralta había desaparecido, pero el horror seguía
presente en la iglesia, y ahora presenciaba un duelo imposible entre un
anciano musulmán y un monstruo de pesadilla convertido en una antorcha.
Juan Antonio seguía tirando de él desde atrás. Las llamas que rodeaban a la
criatura parecieron crecer en la misma intensidad en que lo hacían las
oraciones de Saíd, hasta que el olor a pelo y carne en combustión dio paso a
otro distinto.
Madera quemada.
El cristo impío retornó a su posición original de brazos en cruz, la misma
con la que fue esculpido trescientos años atrás, y cayó al suelo sin dejar de
arder, muy cerca del pozo negro. Al mismo tiempo, Perea dejó de moverse,
como si alguien hubiera arrancado de la pared el enchufe que le mantenía en
funcionamiento. Hidalgo, exhausto, apoyó las manos en las rodillas y trató de
recuperar el resuello mientras evaluaba el resultado de la batalla.
La fe del viejo musulmán, junto a las oraciones paganas del grimorio,
habían logrado derrotar al monstruo.
Saíd retrocedió unos pasos, asqueado, reacio a respirar el humo que emitía
la talla en llamas. Su labio inferior empezó a temblar, y no tuvo más remedio
que sentarse en el banco más cercano, donde dejó el grimorio. Juan Antonio y
Ernesto se acercaron a él. El aparejador le pasó el brazo por el hombro. Por un
momento, pensó que el anciano iba a desplomarse, pero este le dedicó una
sonrisa tranquilizadora a la vez que le palmeaba la mano. Ernesto fijó su
mirada en la escultura ardiente.
—Sigo sin creer que esto sea real —murmuró, sacudiendo la cabeza—.
Tiene que ser una alucinación, debe de haber una explicación lógica para
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