Page 243 - La iglesia
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Quedaban tres cócteles molotov. El sacerdote prendió uno y lo lanzó con
todas sus fuerzas hacia el altar mayor. Una explosión sorda y, de repente, el
fuego lo invadió todo.
El légamo del infierno ardía como si fuera gasolina. El derrumbe de la
iglesia se aceleró, como si sus cimientos se hubieran convertido en arena.
Ernesto lanzó la bolsa completa a las llamas que inundaban el presbiterio y
empujó a Hidalgo hacia la salida. Ninguno de los dos reparó en el viejo libro
forrado con tapas de cuero que se consumía entre las llamas. Tal vez fuera
mejor así. Ahora, en vez de caminar deprisa por encima de los escombros,
corrían y brincaban sobre ellos, azotados por un aliento ígneo y rezando para
no morir aplastados.
Podéis ir en paz.
Demos gracias al Señor.
Juan Antonio, Saíd y Félix presenciaban la caída de la Iglesia de San Jorge
desde una distancia segura, más allá de la explanada donde sus coches se
teñían del color del polvo. El techo se venía abajo cada vez más deprisa, y las
llamas se avivaban a cada derrumbe. El sacerdote, sentado en el suelo, rezaba
y lloraba a la vez, musitando oraciones en un murmullo ininteligible. Era
como si el infierno se elevara a los cielos delante de sus propios ojos. Las
llamas, furiosas, brotaron a través de las vidrieras rotas, y la noche se iluminó
con un resplandor apocalíptico. Juan Antonio y Saíd ni siquiera se plantearon
entrar. La suerte estaba echada para Ernesto, Hidalgo y Perea.
—Ahora solo podemos hacer como el padre Félix —dijo Saíd—. Rezar.
Y Juan Antonio, que era ateo y llevaba años sin hacerlo, se sorprendió
recitando un silencioso padre nuestro.
Lo que quedaba del techo se derrumbó, arrastrando consigo al
campanario, que cayó como un castillo de naipes. Una explosión mucho más
violenta que las anteriores hizo que Juan Antonio, Félix y Saíd se taparan los
oídos. Era como si en lugar de una iglesia hubiera estallado un polvorín. Un
segundo después, una gigantesca ola de polvo y calor les alcanzó; apenas
tuvieron tiempo de cubrirse la cara con los brazos. Era una sensación
asfixiante, como asomar la cara a un crematorio. Sus pulmones parecían arder
a cada inspiración.
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