Page 204 - La iglesia
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—No lo entiendes: los exorcismos no sirven de nada. Mira el padre
Artemio…
—Puede que el padre Artemio fracasara por falta de fe —elucubró
Félix—. La fe es la mejor arma, y yo me siento muy capaz de enfrentarme a
ese demonio.
—Haz lo que te dé la gana, pero en cuanto llegue a Ceuta voy a convertir
esa imagen en un ninot.
Félix trató de disuadirle una vez más.
—¿Sabes que si quemas una talla del siglo XVII acabarás en la cárcel,
verdad?
—Como si me sientan en la silla eléctrica con un sable metido por el culo.
¡Es mi hija, Félix! Estoy seguro de que tus métodos no funcionarán, así que
voy a intentar otros.
—Es una locura, Juan Antonio. ¿Y si discutimos esto a tu regreso?
—No hay nada que discutir, Félix. Estoy decidido.
Fin de la comunicación.
Félix se quedó mirando su teléfono como un pasmarote, preguntándose si
debería volver a llamar a Juan Antonio. De repente, le sobrevino una arcada y
vomitó lo poco que había cenado junto al contenedor de basura. Se secó las
lágrimas con el dorso de la mano y se recompuso antes de subir al piso.
Interpretó la vomitona como una señal: debía ayunar hasta enfrentarse al
demonio.
Encontró a Ernesto como le dejó, hipnotizado delante del procesador de
texto. Era evidente que se encontraba mal. Félix se maldijo por no tener valor
para darle una palmada en la espalda, preguntarle qué le agobiaba y ofrecerle
su ayuda. Temía demasiado su reacción. Ernesto Larraz parecía roto por
dentro.
«Rezaré por ti», pensó.
—Voy a mi cuarto —le anunció al párroco desde la puerta—. Hasta
mañana.
—Hasta mañana —fue su lacónica respuesta, sin apartar siquiera la
mirada del monitor.
Félix Carranza rezó por su compañero en la soledad de su dormitorio.
Rezó para pedir fuerzas, para reforzar su fe, para tener cojones.
Porque los iba a necesitar al día siguiente, si quería expulsar al diablo
antes de que llegara Juan Antonio Rodero con un lanzallamas.
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