Page 199 - La iglesia
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décadas criando malvas. Juan Antonio había elegido ese canal para no perder

               el contacto con la realidad más mundana, con el buen rollo de la tele basura;
               una  línea  de  vida  que  afianzaba  su  razón  a  la  rama  de  la  cordura  que  se
               empotra en el muro del abismo de la locura. Las nueve y veinte de un viernes
               noche que tendría que pasar a solas con un objeto maldito que no entendía y

               le  aterraba.  Hacía  solo  quince  minutos  que  se  había  despedido  del  padre
               Agustín  bajo  la  mirada  inquisidora  de  Venancio,  que  no  se  esforzaba  en
               disimular la molestia que le causaba que hubiera apurado el tiempo de visitas
               cinco minutos más de lo previsto. Las últimas palabras del jorgiano, en mitad

               del interminable pasillo, ahora transitado por un desfile de viejos hambrientos
               como zombis, sonaron sorprendentes en los labios apergaminados de un cura
               de noventa años:
                    —Denle fuerte a ese cabrón.

                    Volvió  a  hojear  el  libro.  Las  anotaciones  de  Ignacio  de  Guzmán  se
               conservaban  en  muy  mal  estado.  Pasó  la  página.  Estudió  durante  unos
               segundos el círculo mágico que el padre Artemio había desbaratado. Cuenco
               de sangre. ¿De animal, humana, de virgen? Estuvo a punto de echarse a reír.

               Segunda  década  del  siglo  XXI,  era  dorada  de  la  tecnología  al  alcance  de  la
               mano, con un pie en el silicio y otro en el grafeno. Y ahí estaba él, buscando
               la  estrategia  adecuada  para  acabar  con  un  demonio  mediante  un  libro  de

               hechizos de trescientos años de antigüedad.
                    Siguió  pasando  páginas  sin  detenerse  demasiado  en  ninguna,  como  si
               hacerlo  conllevara  algún  riesgo  más  allá  de  su  entendimiento.  Las
               ilustraciones  le  parecían  hipnóticas,  insidiosas.  Otra  página  más,  y  otra…

               Hasta que llegó a la última, la que albergaba el dibujo de la figura rodeada de
               llamas.
                    Intentó descifrar una vez más la caligrafía borrosa de Ignacio de Guzmán,
               pero  le  fue  imposible  entender  ni  una  palabra.  Los  versos  en  árabe  sí  que

               aparecían en trazos vibrantes. Trató de imaginar su significado. Supuso que
               eran las instrucciones de cómo acabar con la efigie maldita. Fuego. Estaba
               claro que aquel era el procedimiento a seguir: quemar la maldita imagen del
               cristo, cosa que era más fácil de decir que de hacer. Cualquiera puede escupir

               sobre  una  Biblia,  pero  pocos  se  atreven  a  ello.  Esto  era  parecido:  prender
               fuego a una talla de Jesús de siglos de antigüedad le parecía un crimen. Pero
               era un padre desesperado y, para un padre desesperado, la mejor obra de arte
               no es más que combustible, si eso significa acabar con el sufrimiento de su

               hija.






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