Page 195 - La iglesia
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pudiera  encontrarlo.  Dios  sabe  que  lo  hice  por  su  bien,  pero  ahora  estoy

               seguro de que me equivoqué: esa misma noche, el padre Artemio se suicidó.
                                                                                                      ⁠
                    —¿Se suicidó? —Juan Antonio fue incapaz de disimular su sorpresa—.
               ¿No murió de muerte natural?
                    —Esa fue la versión oficial de los hechos, pero la verdad es que se colgó

               de una viga en su celda, en el piso superior de la sacristía. Y puede que fuera
               culpa mía, por esconderle esto. Échele un vistazo.
                    El padre Agustín le pasó el cuadernillo a Juan Antonio. No eran más de
               una  docena  de  páginas  escritas  en  un  pergamino  amarillento  que  parecía  a

               prueba de siglos, encuadernadas con unas finas tapas de cuero. Al abrirlo, se
               encontró con unos diagramas que, guardando las diferencias, le recordaron a
               los dibujos esquemáticos de Leonardo da Vinci.
                    Pero no eran ingenios ni estudios como los del genio florentino, sino una

               serie de círculos de diseño intrincado, instrucciones y listas de ingredientes
               escritas en caligrafía árabe y traducidas al castellano antiguo por una pluma
               distinta a la original. Todas las páginas eran parecidas, aunque una de ellas le
               llamó la atención en especial: en ella se veía una hornacina conteniendo un

               corazón negro como una noche sin estrellas.
                    Juan Antonio cruzó su mirada con la del padre Agustín, que le observaba
               en silencio.
                    —¿Qué es esto, padre?

                    —Yo le llamo el grimorio, aunque no es un grimorio en el sentido estricto
               de  la  palabra.  Está  escrito  en  árabe  y  traducido,  al  parecer,  por  Ignacio  de
               Guzmán. Es muy probable que algún hechicero musulmán se lo diera para
               ayudarle a salvar el alma de fray René Delacourt. Un libro pagano, al fin y al

               cabo, que quise apartar de mi compañero para que su locura no fuera a más.
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               Ahora miro atrás y me pregunto si hice lo correcto. —El sacerdote bajó la
               vista  durante  unos  instantes,  para  volver  a  elevarla  con  una  mirada  de
               determinación  impresa  en  sus  ojos⁠—.  Que  Dios  me  perdone,  pero  estoy

               convencido de que la clave para derrotar a ese ser está en este libro.
                    Juan Antonio trató de leer las anotaciones de Ignacio de Guzmán, pero la
               complicada  y  poco  ortodoxa  letra  del  imaginero,  el  hecho  de  estar  en
               castellano  antiguo  y  el  paso  del  tiempo  las  hacían  casi  ininteligibles.  En

               cambio, la caligrafía árabe se veía escrita con trazos claros y hermosos. El
               padre Agustín interrumpió su examen del documento poniéndole una mano en
               el  brazo.  Al  elevar  la  vista,  el  aparejador  se  encontró  con  los  ojos  del
               sacerdote. Centelleaban con un brillo especial.







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