Page 193 - La iglesia
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a nuestro piso, y no quiere volver. Por otro lado, la relación con mi esposa,

               que siempre ha ido de maravilla, se desmenuza día tras día como un castillo
               de  arena.  El  párroco,  el  padre  Ernesto  Larraz,  se  niega  a  creer  que  la  talla
               tenga algo que ver con todo lo que está sucediendo. Sin embargo, el padre
                                                                        ⁠
               Félix  está  convencido  de  todo  lo  contrario  —hizo  una  pausa  y  apoyó  los
               antebrazos en las rodillas⁠—. Padre, se acuerda usted de Saíd, ¿verdad?
                    El anciano dibujó una sonrisa al oír el nombre del viejo.
                    —Por supuesto que me acuerdo de él, una de las mejores personas que he
               conocido jamás. No le ha pasado nada, ¿verdad?

                                                                                   ⁠
                    —Saíd está bien, padre —le tranquilizó Juan Antonio—. Él nos habló de
               la larga lucha del padre Artemio con lo que sea que habita en esa iglesia, y
               nos dio a entender que usted sabe más de lo que cuenta.
                    —Y  es  verdad.  —El  anciano  trocó  su  sonrisa  dulce  en  una  expresión
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               decidida que le hizo parecer más joven—. Lo que usted me ha explicado del
               padre Ernesto y del padre Félix… Yo actué de forma parecida a la de Ernesto,
               y la posición de Artemio ante el problema era como la de Félix. Yo me negué
               a ver lo evidente, tal vez por cobardía o por aferrarme a la razón…, y Artemio

               miró directamente a los ojos del Mal y se alzó en armas contra él.
                    El sacerdote perdió la mirada en el techo durante unos segundos y Juan
               Antonio respetó su silencio. A pesar de que se oía cierta actividad lejana en el
               pasillo de la residencia, en la habitación reinaba una calma apacible.
                                                                                          ⁠
                    —Descubrimos  la  palanca  de  la  cripta  por  casualidad  —rememoró  el
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               padre  Agustín—.  Jamás  olvidaré  la  excitación  que  sentimos  ante  aquellos
               peldaños  que  se  perdían  bajo  tierra.  Encontramos  las  puertas  que  dan  a  la
               cámara  cerradas  con  una  cadena  y  un  candado,  ambos  muy  antiguos.

               Cortamos la cadena y entramos. Allí estaba la talla, tapada con una tela gruesa
               y, frente a ella, un extraño círculo dibujado en el suelo. En el centro había un
               cuenco con restos secos de un líquido rojizo que podría haber sido sangre.
               Cuando Artemio destapó la imagen y vio que se trataba de un crucificado,

               interpretó  aquellos  símbolos  como  una  profanación.  Se  indignó,  le  dio  una
               patada al cuenco y fue a por un cepillo y una botella de sosa cáustica. No paró
               de frotar el círculo hasta borrarlo del todo. Poco después, empezó a decir que
               la imagen le hablaba.

                    —Hay  algo  que  aún  no  le  he  contado,  padre  —⁠le  interrumpió  Juan
                                                                                             ⁠
               Antonio mientras sacaba su tablet y buscaba unos archivos en PDF—. El otro
               día, el padre Félix se quedó encerrado en la cripta por accidente y tuvo una
               especie de visión. No sé si fue un sueño o una alucinación, pero presenció el







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