Page 189 - La iglesia
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Pedro,  en  el  número  101,  su  ritmo  cardiaco  se  desbocó.  Se  detuvo  unos

               instantes  frente  al  escaparate  de  una  tienda  de  objetos  de  segunda  mano.
               ¿Venderían marcapasos de ocasión? Si seguía con esa taquicardia necesitaría
               uno urgentemente. Se preguntó, para sus adentros, si su ansiedad se debía a
               que estaba a punto de colarse en un asilo de curas amparado en una sarta de

               mentiras  o,  tal  vez,  por  el  miedo  a  la  siniestra  información  que  el  anciano
               sacerdote pudiera revelarle. La escena de su hija mostrando los colmillos a su
               perro  le  asaltó  de  forma  despiadada.  Aquella  escena  horripilante  se  había
               convertido en la imagen mental de su pequeña en los últimos días, y no podía

               dejar de recrearla en su mente una y otra vez. Juan Antonio trató de regular su
               respiración  y  calmarse  un  poco.  En  cuanto  se  sintió  mejor,  prosiguió  la
               marcha  calle  arriba  hasta  encontrarse  con  la  entrada  de  vehículos  de  la
               residencia, que a aquella hora de la tarde estaba cerrada. Antes de dar señales

               de vida en recepción, decidió dar un paseo de reconocimiento por la acera y
               ver el complejo desde fuera.
                    Era un edificio grande de tres pisos, adosado a una iglesia custodiada por
               una mendiga rumana con cara de pocos amigos; la mujer exhibía un cartón

               plagado de presuntas desdichas y faltas de ortografía, además de un vaso de
               plástico  con  algunas  monedas  dentro.  Juan  Antonio  huyó  de  la  inquietante
               visión  de  la  señora  y  centró  su  atención  en  el  edificio  de  la  residencia.  Su
               fachada de ladrillo visto y líneas rectas se erguía ante él como un muro de

               austeridad clerical con ínfulas de fortaleza militar. Siguió la verja rematada
               con puntas de lanza hasta llegar a la entrada principal. Sobre el dintel, pudo
               leer una placa de mármol blanco que rezaba: «Sanatorio Hospital General de
               San Pedro para Sacerdotes». La reja, al igual que la que protegía el acceso de

               vehículos, estaba cerrada a cal y canto. A la derecha, Juan Antonio localizó
               un  interfono  tan  sobrio  como  el  edificio  al  que  pertenecía.  Pulsó  el  botón
               durante unos segundos y esperó, hasta que una voz femenina le habló a través
               del altavoz.

                    —¿Sí?
                    —Buenas  tardes.  Soy  Juan  Antonio  Rodero,  de  Ceuta.  Tengo  cita  para
               visitar al padre Agustín Cantalejo.
                    El  silencio  reinó  en  el  aparato,  como  si  la  comunicación  se  hubiera

               cortado. Tras unos segundos de expectación, un zumbido eléctrico anunció la
               apertura de la verja. Juan Antonio la empujó y cruzó el umbral del estrecho
               patio  exterior  de  la  residencia.  Siete  escalones  más  arriba,  una  de  las  dos
               puertas de madera se abrió para dejar pasar a un tipo corpulento, con barba

               cana y cara de verdugo medieval. Sostenía en sus manos un manojo de llaves.




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