Page 186 - La iglesia
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como mensajero. Ya lo dice la Biblia, que el Hijo de Dios volverá al mundo
por segunda vez…
Félix, que había terminado de cerrar la iglesia con llave, interpretó las
palabras de Perea como un dictado maléfico. Para el sacerdote, la influencia
del ente oscuro era más que evidente en el director de Caja Centro. Ernesto,
por su parte, perdía la paciencia por segundos. Al otro lado de la calle, Saíd y
Dris, que habían sido avisados por Latifa, se dirigían hacia el escenario de la
discusión a paso ligero. El párroco les hizo una seña tranquilizadora en cuanto
les vio, indicándoles que todo estaba bajo control.
—Hablaremos de esto es lunes —se enrocó Ernesto—. Ahora, por favor,
márchese.
—¡Y una mierda! —volvió a rugir el director de Caja Centro—. Usted no
es nadie para oponerse a los designios de Nuestro Señor. ¡Usted no es más
que un enviado de Satanás!
Dris hizo el amago de sujetar a Perea por el hombro de su cazadora llena
de mugre, pero Ernesto se lo impidió con un gesto. El director de Caja Centro
se revolvió, y a punto estuvo de tropezar y caer al suelo.
—¡Ahora llamas a tus amigos moros para que te defiendan! —escupió
Perea, soltando una carcajada que sonó de lo más ofensiva—. ¿Qué vais a
hacer? —Abrió los brazos, mostrando su torso desprotegido—. ¿Pegarme una
paliza entre los cuatro? —Sus ojos entrecerrados se clavaron en Félix—.
Perdón, entre los tres: ese maricón no tiene cojones de levantarme la mano…
—¡Se acabó! —gritó Ernesto, agarrándole por las solapas.
Saíd y Dris se interpusieron entre ellos para impedir la pelea. Perea
mantuvo su postura desafiante, pero no hizo intento alguno de agredir al
sacerdote. Eso sí, la sonrisa que le dedicaba a Ernesto era el paradigma de la
provocación.
—¡Hemos llamado a la policía! —advirtió Saíd, intentando por todos los
medios que el sacerdote soltara a Perea—. ¡Ya es la segunda vez que este
sinvergüenza viene borrachero, faltando al respeto!
Dris miró a su padre de reojo, sorprendido. Félix, que se había unido a
ellos, tironeó de Ernesto con todas sus fuerzas. Lo último que necesitaba el
párroco era verse envuelto en otra pelea. Manolo Perea, lejos de sentirse
intimidado, siguió provocándole.
—¿Qué vas a hacer, cura, darme de hostias como a aquel chiquillo?
¡Venga, aquí me tienes! ¡Pégame!
Contra todo pronóstico, Ernesto soltó a Perea, no sin dejar de dirigirle una
mirada hirviente que mezclaba frustración y rabia. Le habría encantado
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