Page 191 - La iglesia
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vigilante  introdujo  la  llave  en  la  puerta  de  la  izquierda  sin  abrir  la  boca  e

               invitó a Juan Antonio a cruzarla con un ademán.
                    —Gracias —musitó este, descubriendo un pasillo con muchas puertas a
               ambos lados.
                    Venancio volvió a echar la llave, no fuera que a algún residente aquejado

               de  Alzheimer  le  diera  por  correr  aventuras  por  su  cuenta  en  su  mundo  de
               delirios. En su camino hacia la habitación del padre Agustín, Juan Antonio y
               Venancio se cruzaron con algunos sacerdotes que deambulaban inmersos en
               sus pensamientos; otros se ayudaban del pasamanos de acero inoxidable que

               recorría las paredes de la galería, y los más ancianos recibían la ayuda del
               personal sanitario para caminar a paso de tortuga. El aparejador y el vigilante
               torcieron a la derecha. El ala que se extendía ante ellos era aún más larga que
                                                                                        ⁠
               la  que  acababan  de  dejar.  Los  cuadros  de  viejos  frailes  —o  tal  vez  eran
               santos⁠—  que  adornaban  las  paredes  le  producían  a  Juan  Antonio  una
               sensación  de  inquietud.  Después  de  andar  un  trecho,  Venancio  se  detuvo
               frente a una puerta cerrada, giró sobre sus talones y se enfrentó al arquitecto
               técnico.

                                                                                                 ⁠
                    —Tiene que dejarla abierta —⁠le ordenó con su voz de ultratumba—. Son
               las normas.
                    —Me parece bien —aceptó Juan Antonio.
                    Venancio abrió la puerta y la habitación resultó ser muy distinta a como

               Juan  Antonio  la  había  imaginado.  Era  amplia  y  luminosa,  con  una  cama
               individual en el centro de la habitación acompañada por una mesita de noche
               sobre  la  que  reposaban  varias  cajas  de  medicamentos.  Cerca  de  la  entrada
               había una mesa de estudio de aspecto rancio con una silla a juego, pegada a

               una  estantería  cargada  de  libros  de  líneas  más  modernas  que  el  resto  del
               mobiliario. Un armario empotrado con puertas solemnes ocupaba el testero
               opuesto. Al fondo, junto a la ventana y al lado de la cama, estaba el padre
               Agustín sentado en una butaca con un libro entre las manos. Una lámpara de

               pie reforzaba la luz natural. El sacerdote levantó la cabeza de su lectura; sus
               labios y ojos esbozaron una sonrisa tierna. El aparejador notó enseguida que
               se encontraba ante alguien poseedor de un gran carisma. El anciano dejó el
               libro sobre la cama, se quitó las gafas de lectura y señaló la silla frente al

               escritorio.
                    —¡Bienvenido! Pero no se quede en la puerta, siéntese.
                    Juan Antonio echó una ojeada por encima del hombro y no pudo evitar
               sentirse  aliviado  al  ver  a  Venancio  alejarse  por  el  interminable  corredor.

               Cogió la silla de madera y la colocó frente al sacerdote, que parecía estudiarle




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