Page 190 - La iglesia
P. 190

No  llevaba  uniforme  de  seguridad,  pero  era  fácil  adivinar  que  era  esa  su

               función. Examinó a Juan Antonio de arriba a abajo, sin ningún tipo de pudor,
               con el ceño fruncido en una mueca intimidante. El arquitecto técnico temió
               que le cacheara. Tras dar por finalizada su inspección ocular, le indicó que le
               siguiera.

                    Entraron  al  recibidor  de  la  residencia,  tan  adusto  como  su  fachada.  El
               vigilante  le  condujo  hasta  un  pequeño  mostrador  de  recepción,  donde
               encontró a una hermana dominica consultando un libro de visitas. En algún
               lugar, fuera de la vista del público, había una radio antigua sintonizada con

               una emisora de música clásica.
                    —Buenas  tardes  —saludó  la  recepcionista,  a  la  vez  que  buscaba  el
                                                                                                      ⁠
               nombre del visitante en un libro garrapateado a mano con bolígrafo azul—.
               Señor Juan Antonio Rodero, ¿verdad? —⁠El aparejador asintió con una sonrisa

               de compromiso; le resultaba incómodo tener al gorila canoso a menos de un
                                       ⁠
               palmo de su espalda—. ¿Me permite su documentación, por favor?
                    Juan Antonio se la entregó. La recepcionista tomó nota de sus datos, no
               sin antes comprobar que era realmente el de la foto. El vigilante seguía detrás

               de él, echándole el aliento en la nuca y haciendo tintinear las llaves en un
               soniquete  molesto.  Era  un  individuo  inquietante,  que  recordaba  a  los
               granjeros  asilvestrados  y  crueles  de  las  películas  de  rednecks  americanos;
               alguien  con  pinta  de  aplastarle  la  cabeza  a  un  bebé  si  recibía  la  orden

               adecuada.
                    —Tenga. —La monja le devolvió el DNI con una sonrisa que recordaba a
                                                                                      ⁠
               la  del  juez  Doom  de  ¿Quién  engañó  a  Roger  Rabbit?—.  Venancio  le
                                                                                               ⁠
                                                                          ⁠
               acompañará a la habitación del padre Agustín. —Consultó su reloj—. Tiene
               hasta las nueve, que es la hora de la cena.
                    —Venga conmigo —le invitó Venancio con una voz grave, a juego con su
               aspecto, que sonó más a orden que a ruego.
                    Caminaron  hasta  un  ascensor  próximo  que  estaba,  casualmente,  en  la

               planta baja. Una vez dentro, el vigilante pulsó el botón que le elevaría hasta la
               tercera.  Se  puso  en  marcha  con  lentitud  exasperante,  y  la  incomodidad  de
               compartir  un  espacio  tan  reducido  con  Venancio  era  casi  insoportable.  La
               ascensión le pareció eterna a Juan Antonio, que estuvo a punto de expeler un

               bufido de alivio al ver deslizarse la puerta de acero dentro del hueco de la
               pared. Aparecieron en un corredor seccionado por sendas puertas cerradas a
               izquierda y derecha. Un cartel en la pared recordaba que había que guardar
               silencio  en  todo  el  recinto.  Prestando  obediencia  ciega  a  la  prohibición,  el







                                                      Página 190
   185   186   187   188   189   190   191   192   193   194   195