Page 187 - La iglesia
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rehacerle  la  cara  a  puñetazos.  Félix  resopló  tan  fuerte  que  podría  haber

               llenado de alivio una docena de globos. A pesar de la tensión, la sangre no iba
               a llegar al río. Justo en ese momento, un coche del 091 frenó en la explanada
               a pocos metros del R5 de Saíd. Dos agentes de policía uniformados bajaron
               de él, y Perea se dirigió a ellos con las muñecas extendidas.

                    —¡Deténganme, como los soldados romanos detuvieron a Jesús…!
                                                                                              ⁠
                    —Cállese y haga el favor de mostrarme su documentación —le ordenó
               uno de ellos.
                    El otro policía se acercó al grupo y les saludó, llevándose una mano a la

               gorra.
                    —Buenas tardes. ¿Ha sido alguno de ustedes quien nos ha llamado?
                                                                          ⁠
                    —Yo  —dijo  Saíd,  dando  un  paso  al  frente—.  Ese  borrachero  estaba
               molestando a los curas. Anoche también le vi por aquí, y cuando me acerqué

               a él para preguntarle si necesitaba ayuda, me insultó…
                                                           ⁠
                    —¿Por qué no me lo contaste? —le reprochó Dris, ceñudo.
                    Saíd quitó importancia al asunto.
                    —El hombre tampoco quiso pegarme: estaba colocao, como ahora, nada

               más… Si te lo digo a lo mejor sales y es peor.
                    El  policía  intervino.  Detrás  de  él,  su  compañero  identificaba  a  Manolo
               Perea, que se mostraba dócil y obediente a pesar de la cogorza.
                    —Ustedes  nunca  se  metan  en  follones:  cuando  tengan  un  problema,

               llámennos y nosotros nos ocupamos. ¿Alguno de ustedes me pueden contar
               qué ha pasado, exactamente?
                    Félix entonó la voz cantante y explicó los hechos al agente, comentándole
               que  Manolo  Perea  era  un  director  de  banco  respetable  y  buen  padre  de

               familia,  por  lo  que  les  había  sorprendido  mucho  un  comportamiento  tan
               bochornoso.  Saíd  narró  el  encuentro  de  la  noche  anterior,  ante  la  mirada
               enfurruñada de su hijo. A Félix se le pusieron los pelos de punta cuando Saíd
               contó que Perea parecía rezar con los ojos en blanco. Ernesto se mantuvo en

               silencio, en segundo plano; si el policía le había reconocido de haberle visto
               por  la  tele,  había  sabido  disimularlo  muy  bien.  Una  vez  informado  de  los
               hechos, el agente les preguntó si iban a presentar denuncia. Félix dijo que no,
               que se conformaba con que se lo llevaran a casa.

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                    —Es  probable  que  lleve  bebiendo  desde  anoche  —presumió  el  policía,
               después  de  que  su  compañero  le  confirmara  su  identidad  y  su  carencia  de
               antecedentes⁠—. Como recuerde algo de esto, se morirá de vergüenza.
                    —Si no lo mata antes la mujer… —⁠rio Félix, más relajado.







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