Page 185 - La iglesia
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—Vamos  a  cerrar,  señor  Perea  —⁠se  adelantó  a  responder  el  joven

               sacerdote, intentando que Ernesto no se viera involucrado en una discusión;
               con lo alterado que se había mostrado en los últimos días, sería un milagro
               que la cosa no terminara en algo más que palabras⁠—. ¿Por qué no vuelve el
               lunes y…?

                    —¡Tú  cállate,  niñato!  —le  interrumpió  Perea,  mostrando  los  dientes  en
               una mueca feroz que hizo retroceder a Félix un par de pasos. A pesar de estar
               borracho como una cuba, era lo bastante alto y corpulento para llegar a ser
                                                                         ⁠
               peligroso si perdía el poco control que le quedaba—. Quien tiene que dejarme
               ver el Cristo es él, no tú.
                    Ernesto presenciaba la escena desde la puerta, tenso como la cuerda de un
               piano. Su rostro no mostraba emoción alguna, pero sus entrañas empezaban a
               hervir.  Sin  dejar  de  sonreír,  Félix  pasó  por  alto  el  insulto  y  trató  de

               tranquilizar al director de Caja Centro.
                    —¿Por  qué  no  se  va  a  casa,  descansa  un  poco  y  regresa  el  lunes?  Le
               prometo que le dejaremos ver la talla, en serio…
                    —¡¡¡Y  UNA  MIERDA!!!  —Perea  bramó  con  la  potencia  de  un  titán,

                                                                          ⁠
               señalando al padre Ernesto con un índice acusador—. ¡Usted se cree dueño de
                                                                                               ⁠
               esa imagen, y esa imagen no le pertenece, pertenece a los fieles! —Soltó una
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               risa cargada de cinismo—. Sé lo que pretende: pretende dejarla en esa cripta
               como si fuera un trasto viejo. ¡Le juro que no se saldrá con la suya!

                    Ernesto bajó los tres escalones que le separaban del nivel del jardín y se
               dirigió hacia Perea.
                    —Por favor, Ernesto… —le rogó Félix, temiéndose lo peor.
                                                                                            ⁠
                    —Tranquilo, no voy a hacerle nada. Ve a cerrar la puerta —el sacerdote
               se plantó delante de Perea; su visión periférica captó la presencia de Latifa,
               que se había asomado a la puerta de la calle alertada por el griterío. La esposa
               de  Saíd  tan  solo  tardó  un  segundo  en  meterse  de  nuevo  en  su  casa,
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               asustada—. A ver, señor mío, ¿por qué no se va a casa a dormirla? Cuando se
               le pase la borrachera y se acuerde de esto se sentirá fatal…
                    Perea retrocedió un par de pasos, examinó a Ernesto de arriba a abajo y
               compuso una mueca de desprecio.
                    —¿Cree que me intimida con esa facha de correcuestas que tiene?

                    —No trato de intimidarle. Solo le estoy pidiendo, con educación, que se
               marche.
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                    —Usted no quiere que la gente conozca la existencia de esa imagen —le
               reprochó Perea, no sin falta de razón⁠—. Usted no lo entiende, pero ese cristo

               no es una talla cualquiera: está infundida de divinidad, y me ha elegido a mí




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