Page 181 - La iglesia
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Sin  que  él  pudiera  hacer  nada  para  evitarlo,  lo  que  una  vez  fue  Leire

               volvió a tragarse su pene, esta vez con unas intenciones muy distintas a dar
               placer. Aunque no llegó a sentirlo, Juan Antonio supo que aquellos dientes se
               cerrarían sobre su carne causándole un dolor inimaginable.
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                    «¡Te lo mereces, por cabrón!» —gritó Marta en su cabeza, a la vez que
               otra voz femenina, esta desconocida e impersonal, anunciaba la llegada del
               Altaria  procedente  de  Algeciras  a  la  estación  de  Atocha  y  recordaba  a  los
               señores viajeros no olvidar sus pertenencias.
                    Juan  Antonio  se  palpó  la  entrepierna  para  comprobar  que  no  había

               eyaculado junto al señor mayor que ahora retiraba su equipaje de mano del
               estante  superior  del  vagón.  Aún  la  tenía  dura,  a  pesar  del  susto.  ¿Habría
               gemido  de  placer  durante  su  sueño?  Avergonzado,  recogió  el  maletín  del
               portátil y se abrió paso hasta la parte delantera del coche, donde estaban los

               compartimentos  para  las  maletas.  Rescató  la  suya  de  debajo  de  una
               Mandarina Duck que pesaba como si estuviera rellena de sumotoris muertos y
               esperó a que el tren abriera sus puertas. Había pagado un precio muy alto por
               emprender esta misión y tenía poco tiempo para cumplirla.

                    Marta había puesto su matrimonio en el cadalso. Por mucho que intentó
               convencerla de que ir a hablar con el padre Agustín a Madrid era lo mejor
               para  Marisol,  ella  calificó  la  opción  como  un  delirio  descabellado  e
               inoportuno. Llegó a tacharla de estupidez supina, un redundante diagnóstico

               para la única ventana de esperanza que se abría en el tenebroso horizonte de
               Juan Antonio. El final de una discusión en la que ella defendió que su marido
               tendría  que  estar  junto  a  su  hija  enferma  en  lugar  de  marcharse  a  correr
               aventuras a Madrid, fue el típico «haz lo que veas conveniente», rematado por

               un «para lo que haces aquí, mejor que te vayas». A Juan Antonio le pareció
               una injusticia extrema y se preguntó, por enésima vez desde que el infierno
               particular  de  los  Rodero  abriera  sus  puertas,  cómo  era  posible  que  apenas
               pudiera reconocer a quien más amaba de este mundo. De hecho, todos sus

               seres  queridos  habían  cambiado:  su  esposa  ahora  era  un  ser  desconfiado  y
               resentido; su hijo Carlos parecía haber retrocedido varios años en su infancia
               y  había  pasado  de  ser  un  chico  normal  a  un  niño  asustado  que  había
               terminado  refugiándose  en  casa  de  Hortensia,  su  abuela  materna.  Mejor  ni

               pensar en lo que se había convertido Marisol. Hasta Ramón, el fiel y alegre
               husky siberiano, había acabado mostrando su terrorífica naturaleza lobuna. Lo
               que fuera un cuento de hadas, hoy era una historia de horror.
                    Mientras  caminaba  por  el  arcén  remolcando  su  maleta  de  ruedas,  Juan

               Antonio  trató  de  empaparse  de  esa  realidad  cotidiana  que  parecía  haberle




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