Page 182 - La iglesia
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abandonado  en  los  últimos  días.  A  cámara  lenta,  estudió  los  rostros  de  los

               cientos  de  personas  que  le  rodeaban,  convencido  de  que  ninguno  de  ellos
               tenía  conciencia  de  los  mundos  sombríos  que  se  ocultaban  a  sus  ojos.  Le
               pareció una injusticia: él había sido muy feliz ignorando los terrores invisibles
               que acechan en la oscuridad. Y algo en su interior le decía que aquello solo

               acababa de empezar. Si Félix decidía ser el Batman justiciero contra el ente
               maligno que atormentaba a su familia, él sería su Robin, aunque le costara la
               razón.
                    O la vida.

                    Dejó que las rampas mecánicas que conectan las plantas de la estación de
               Atocha le ascendieran a las alturas, sintiéndose arropado por los desconocidos
               que  le  acompañaban  en  una  fila  estática,  con  la  luz  del  sol  como  meta.
               Consultó su reloj: las dos y veinte de la tarde. Había concertado una cita con

               el padre Agustín Cantalejo a las seis. No le había resultado fácil. Después de
               someterse al filtro de una recepcionista hermética que parecía entrenada por la
               CIA, logró, de milagro, que le pasaran con el director de la residencia. Este
               también le machacó a preguntas, esgrimiendo repetidas veces el argumento de

               que el sacerdote era muy mayor, que tenía una salud mental algo deteriorada
               y que no había constancia de que tuviera familiares cercanos, que eran los
               únicos que podían obtener un permiso de visitas. El don de gentes de Juan
               Antonio se abrió paso a través de la jungla de objeciones a base de mentiras:

               acabó asegurando sin reparos que el padre Agustín le había casado durante su
               estancia  en  Ceuta,  que  había  bautizado  a  su  primogénito  y  que  habían
               mantenido  una  estrecha  relación  de  amistad,  todo  esto  derrochando  una
               simpatía abrumadora. Embaucado por aquella conversación, el director de la

               Residencia Sacerdotal San Pedro accedió a consultarlo con el anciano, no sin
               antes pedirle el número de móvil a Juan Antonio para devolverle la llamada.
               Luego colgó. Desolado, el aparejador pensó que no volvería a tener noticias
               suyas: en cuanto le preguntaran al viejo si se acordaba de un tal Juan Antonio

               Rodero  de  Ceuta,  este  negaría  conocerle.  Cuál  fue  su  sorpresa  al  recibir  la
               contestación del director de la residencia apenas diez minutos después. «El
                                                                               ⁠
               padre  Agustín  se  acuerda  perfectamente  de  usted  —dijo,  para  asombro  de
               Juan Antonio⁠—. De hecho, le hace mucha ilusión recibirle. ¿Le parece bien

               pasarse por aquí a las seis?».
                    Juan Antonio interpretó aquello como una señal divina. O era cierto que la
               mente del viejo estaba cortocircuitada, o el mismísimo Dios le había revelado
               el  motivo  de  su  visita.  Mientras  elevaba  la  mano  llamando  a  un  taxi,  el







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