Page 180 - La iglesia
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No quiso luchar contra el impulso de follársela, a pesar de que el recuerdo de

               Marta,  su  esposa,  le  aguijoneaba  con  dardos  invisibles  envenenados  con  la
               toxina del remordimiento. Enarboló la divisa de ojos que no ven, corazón que
               no siente. Las ventanas estaban cerradas; si eran discretos, ni Dios se enteraría
               de  aquello.  El  vestido  de  Leire  se  deslizó  con  suavidad  por  encima  de  su

               cabeza, mostrando un conjunto de braguitas y sujetador de un blanco etéreo.
               Su cuerpo era una delicia, bañado por la cascada dorada de su pelo. Tumbado
               de  espaldas  sobre  la  colcha,  Juan  Antonio  dejó  que  ella  desabrochara  los
               botones de su camisa. En otras circunstancias, le habría dado pudor exhibir su

               falta de abdominales y sus michelines disimulados por la gravedad. Ahora le
               daba igual. Unos centímetros más abajo había algo que compensaba su falta
               de  forma.  Su  polla  estaba  tratando  de  liberarse  de  su  cárcel  de  algodón  y
               denim.

                    Leire  le  mordió  el  mentón,  y  él  rezó  por  que  no  le  dejara  una  marca
               incriminatoria. Los dedos de ella tironeaban ahora del cinturón. Jamás hubiera
               pensado que la dulce Leire pudiera transformarse de esa manera en la cama.
               Ya  lo  decía  su  madre:  «Cuidado  con  las  mosquitas  muertas,  que  son  las

               peores». Y encima lesbiana, lo que añadía morbo al asunto. El recuerdo de su
               mujer, Marta, le asaeteó una vez más. ¿Aceptaría un trío? Aquella idea hizo
               que la sangre bombeara hacia su miembro aún con más fuerza.
                    Desabrochó el sujetador de Leire y sus pechos quedaron casi a la altura de

               su polla, que acababa de ser puesta en libertad por obra y gracia de la joven.
               Entre él y ella se deshicieron del pantalón y el calzoncillo, que acabaron en el
               suelo,  a  los  pies  de  la  cama.  Juan  Antonio  no  recordaba  haber  tenido  una
               erección tan brutal en su vida, casi dolorosa. Ella la contempló durante unos

               momentos y luego se la tragó hasta la mitad, en un movimiento de subida y
               bajada  que  acompañaba  con  las  leves  caricias  de  sus  dedos.  Así  que  la
               lesbiana no guardaba dieta exclusiva de coños: las vergas también figuraban
               en su menú.

                    Juan Antonio no quería correrse así, quería follársela. Ahora solo veía la
               melena rubia de Leire cayendo sobre su cara. Intentó que parara, pero ella no
               solo no se detuvo, sino que empezó a meterse la polla cada vez más adentro.
               Se iba a correr, se iba a correr sin remedio. Intentando aguantar de cualquier

               forma, la obligó a levantar la cabeza agarrándola del pelo.
                    Su corazón casi se detiene al ver su rostro. Sus ojos eran rojos, de fuego.
               Su  nariz  se  había  arrugado  como  la  de  un  felino  a  punto  de  atacar  y  sus
               dientes ahora eran afilados y puntiagudos, de escualo.







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