Page 175 - La iglesia
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anterior a la raza humana. Saíd alzó las cejas, soltó un improperio en árabe y
cambió a un documental de animales. No creía en extraterrestres, ni siquiera
estaba demasiado convencido de que el hombre hubiera pisado la luna.
¿Quién le aseguraba que no había sido todo un montaje de los americanos?
Mientras un cocodrilo hambriento hacía que una gacela incauta pagara
con su vida el haberse acercado a beber al río, un sonido procedente de la
calle le alertó. Bajó el volumen del televisor y aguzó el oído. En efecto,
alguien parecía hablar a gritos. A Saíd le recordó a uno de esos iluminados
que instan al arrepentimiento frente a la inminente llegada del fin del mundo.
Sin decir nada a su esposa, cogió el paraguas y lo abrió nada más salir al
patio. Si bien no caía un chaparrón, la lluvia era lo bastante densa para
resultar molesta.
Saíd cruzó la calle y buscó el origen de los gritos. No tardó en descubrirlo.
Frente a la verja cerrada del jardín de la iglesia había un hombre arrodillado,
mirando hacia el pórtico con los brazos abiertos, como si declamara un
monólogo cargado de drama. Debido al sonido del agua y la distancia, no
entendía lo que gritaba, pero sí notó que las sílabas eran arrastradas con la
típica cadencia de los borrachos. El pobre tipo estaba calado hasta los huesos.
La compasión venció al miedo y a la prudencia, y Saíd se le acercó. Si
había bebido más de la cuenta, tal vez necesitaría un taxi o una taza de café.
Aquel tipo no podía ser una mala persona si su embriaguez le había traído
hasta las puertas de la Casa de Dios. Aún a sabiendas de que Latifa y Dris
reprobarían su osadía, se acercó al desconocido para ofrecerle ayuda. A pesar
de encontrarse tan solo a unos pasos de él, seguía sin entender sus palabras.
—Buenas noches —le saludó Saíd, desde detrás—. Vivo aquí al lado,
¿necesita ayuda?
El hombre giró la cabeza hacia él y el corazón del anciano hizo amago de
detenerse de golpe para luego reemprender su función a máximas
revoluciones. Los ojos del desconocido estaban completamente en blanco. Era
imposible que le viera, pero por la expresión de su rostro crispado parecía
taladrarle con su mirada vacía. Elevó el labio superior para mostrar los dientes
como un lobo rabioso.
—¡Tus días están contados, moro de mierda! —gritó con una voz salida
del mismísimo infierno—. ¡Mi Señor aplastará a quienes no crean en Él con
su puño implacable! ¡Pronto volverá a caminar entre nosotros, y tú acabarás
tan muerto como los pájaros de tu mujer!
La baba espesa que salía de la boca del extraño se mezcló con el agua de
lluvia, dándole un aire aún más enajenado. Saíd nunca fue un cobarde, y a lo
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