Page 173 - La iglesia
P. 173
reforzado los lazos entre ellos, y los ancianos y la joven se turnaban ahora
para acompañarla. En ese momento, se encontraban descansando en casa de
su hija. Leire pulsó el botón de llamada como una histérica. Los ojos de Maite
se abrieron de par en par, y un gorgoteo gutural brotó de su garganta.
Leire salió al pasillo y pidió socorro a gritos a las dos enfermeras que en
ese momento se ocupaban del reparto del almuerzo.
—¡Se ahoga! —gritó, desesperada—. ¡Se ahoga!
La más veterana de las dos se dirigió a su compañera, una auxiliar
regordeta que sujetaba una bandeja cargada de comida humeante.
—¡Deja eso ahí y ve a avisar al doctor Guirado! —le ordenó—. ¡Corre!
La joven obedeció y trotó hacia el control de enfermería. La enfermera
entró en la 135, donde Maite Damiano, con la piel cada vez más violácea,
boqueaba como un pez fuera del agua. Ni ella ni Leire tenían el don de captar
la nube invisible de cenizas negras que taponaban su nariz y boca. La
sanitaria introdujo con decisión los dedos en la cavidad bucal, pero no
encontró nada físico que obstruyera las vías respiratorias. Aquello pintaba
muy mal. Si el médico tardaba un minuto en llegar, sería tarde. Armándose de
valor, Elvira Samaniego, que así se llamaba la enfermera, tomó la decisión
más drástica de sus dieciocho años de carrera profesional.
—Quédese aquí hasta que yo vuelva —le pidió a Leire—. Confíe en mí.
Elvira Samaniego corrió hasta el primer carro de enfermería que encontró
en el pasillo y rebuscó entre el instrumental que contenía, como un perro que
escarba la tierra para recuperar un hueso. No tardó en localizar el material que
necesitaba. Regresó a la 135 a la misma velocidad con la que había salido y se
colocó junto a Maite, cuyo color empeoraba por segundos. Respiró hondo,
cortó un trozo de tubo de plástico con las tijeras que llevaba en el bolsillo y se
dirigió a Leire:
—Ahora salga al pasillo, por favor.
—¿Qué le va a hacer? —preguntó Leire, alarmada.
—Salvarle la vida. ¡Salga!
Leire obedeció y se llevó sus lágrimas fuera de la habitación. Una vez
sola, Elvira hundió el bisturí en la membrana cricotiroidea de Maite sin
pensárselo dos veces. El corte fue limpio y preciso, pero la sangre no tardó en
fluir a borbotones. Separando la herida con los dedos, introdujo en ella el
trozo de tubo. El aire entró en los pulmones de Maite y Elvira volvió a
respirar con ella, sintiéndose orgullosa de sí misma: en un concurso de
traqueotomías de urgencia, habría hecho un buen papel. Poco a poco, la
arquitecta empezó a recuperar el color. La enfermera selló los bordes de la
Página 173