Page 172 - La iglesia
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Conforme avanzaba por la acera, con la vista perdida en la franja de cielo

               visible entre los edificios, Hidalgo estuvo a punto de llevarse por delante a
               una  señora  cargada  con  varias  bolsas  del  SuperSol.  Segundos  después,
               mientras  cruzaba  la  calle  en  dirección  al  paseo  que  domina  la  Playa  de  la
               Ribera, un Audi rojo se dejó tres euros de goma en el asfalto de un frenazo. El

               inspector  ni  siquiera  oyó  los  improperios  que  le  dedicó  el  conductor,  que
               acompañó la sarta de insultos con una pitada apoteósica. Hidalgo apoyó las
               manos en la barandilla. Su tacto le pareció gélido. A varios metros por debajo
               de él, la playa vacía y gris irradiaba tristeza. Desde su posición gozaba de una

               panorámica diáfana de la línea costera que va de Ceuta a Marruecos, pero en
               ese momento prefirió ignorar el paisaje y elevar la vista al cielo. Lo que vio le
               dejó sin respiración.
                    Algo inmenso y vivo se propagaba por debajo del manto de nubes.

                    Buscó  una  imagen  para  comparar  la  visión  y  la  más  aproximada  que
               encontró  fue  una  nube  de  estorninos  de  proporciones  colosales.  Parecía
               provenir de la Iglesia de San Jorge y cruzaba toda Ceuta en una danza negra,
               siniestra  y  multiforme.  Desvió  la  mirada  hacia  el  oeste  y  comprobó  que  el

               extraño fenómeno se perdía en dirección a la colina donde se alza el Hospital
               Universitario, muy cerca de la frontera con Marruecos. Un zumbido grave y
               susurrante vibraba dentro de su cerebro. A pesar de ser muy diferente a como
               lo percibió por primera vez, reconoció el velo que había visto días atrás en la

               iglesia en una versión mucho más sólida y poderosa. Ahora, en lugar de un
               velo, parecía el manto viviente de Satán.
                    Justo en ese momento, el cielo descargó un aguacero sobre él.
                    En  el  hospital,  Marta  pedía  auxilio  a  gritos.  Su  hija  había  empezado  a

               convulsionar  sobre  la  cama  a  pesar  de  estar  sedada  como  un  tigre  en  un
               quirófano.  No  había  forma  humana  de  sujetarla.  Un  médico  pidió  ayuda  a
               voces, y el pasillo se convirtió en una pista de carreras. Y para colmo, Juan
               Antonio había bajado a llamar por teléfono. ¿Por qué tenía que dejarla sola en

               un momento como aquel? ¿Tan importante era lo que tenía que hablar?
                    Sin  duda,  aquel  estaba  siendo  el  peor  San  Valentín  de  su  vida.  Qué
               demonios. Aquel puto jueves se estaba convirtiendo por méritos propios en el
               peor día de su vida.

                    Si Hidalgo hubiera estado presente, habría podido apreciar cómo el manto
               negro de pura maldad rodeaba a la niña como un enjambre abejas furiosas.
                    En  la  primera  planta,  en  la  habitación  135,  los  monitores  conectados  a
               Maite  Damiano  se  dispararon.  Leire  Beldas  estaba  de  guardia  en  la

               habitación. Los días compartiendo dolor con los padres de su amiga habían




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