Page 176 - La iglesia
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largo de su vida había defendido su dignidad en muchas ocasiones, a veces
con acciones en lugar de argumentos. Pero esta vez era distinto: la expresión
del rostro de aquel individuo le asustaba. Intentó convencerse a sí mismo de
que no era más que un borracho que soltaba las palabras que el alcohol le
dictaba, sin pensar. ¿Pero cómo sabía lo de los pájaros muertos? Saíd reculó
dos pasos sin apenas darse cuenta, y a esos dos pasos siguieron un tercero y
un cuarto. El desconocido, arrodillado y calado hasta los huesos, esbozaba
una sonrisa húmeda y terrorífica.
«¡Lárgate de aquí!», le ordenó a Saíd una voz interior. Fue incapaz de
precisar si era una voz bondadosa que le recomendaba la huida o una orden
maléfica para expulsarle del lugar. Tampoco le importó demasiado. Una vez
estuvo a una distancia prudencial del borracho, dio media vuelta y regresó a
su casa a toda prisa. Cerró la puerta del patio tras de sí y trató de calmar su
respiración antes de entrar en la vivienda. Dejó el paraguas en el paragüero y
regresó a la seguridad de su salón intentando aparentar tranquilidad. Decidió
no contar nada a su familia. Latifa seguía ocupada en la cocina, y en la tele el
cocodrilo había cedido protagonismo a una anaconda gigantesca que nadaba
con gracia serpentina por un río de aguas marrones. Dris apareció vestido tan
solo con el pantalón del pijama, restregándose el pelo rizado con una toalla.
Se fijó en los zapatos mojados de su padre y en el borde de su pantalón
oscurecido por la humedad de la calle.
—¿A dónde has ido?
—A tirar una bolsa de basura —mintió Saíd—. Se me olvidó hacerlo
antes.
—¡Habérmelo dicho a mí, hombre! —le reprendió Dris—. ¿A quién se le
ocurre? ¡Quítate ahora mismo esos zapatos y ese pantalón y ponte las
zapatillas y el pijama! A tu edad, una gripe no es ninguna tontería…
Saíd obedeció y se cambió de ropa en la intimidad de su dormitorio.
Mientras lo hacía, trataba de convencerse de que era el alcohol lo que había
hablado a través de la boca de aquel personaje de película de terror. ¿Y si no
era el alcohol? ¿Y si era algo mucho peor que la bebida lo que se había
manifestado a través de aquellos labios carnosos y babeantes?
Cenó en silencio con los suyos, intentando olvidar el episodio. Por lo
menos, las voces dejaron de oírse en la calle. De hecho, aunque Saíd no podía
saberlo, Manolo Perea se había marchado en busca de cualquier bar abierto
que le permitiera seguir bebiendo durante toda la noche. Tenía mucho que
celebrar: había sido elegido por el propio Jesucristo para una misión que le
haría pasar a la historia como uno más de sus apóstoles.
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