Page 178 - La iglesia
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                                    VIERNES, 15 DE FEBRERO







               Los  cuatro  nuevos  pintores  contratados  por  Fernando  Jiménez  trabajaban
               como autómatas bien engrasados, sin descanso y en silencio. Todos ellos eran
               musulmanes procedentes de Marruecos, y era evidente que el contratista les

               había  aleccionado  para  que  extremaran  las  precauciones  al  máximo:
               comprobaban  escaleras  y  andamios  antes  de  encaramarse  a  ellos,  y  jamás
               dejaban material cerca del borde. Sus caras reflejaban cierta preocupación; el
               día  anterior,  Hamido  y  Mohamed  no  pudieron  refrenar  el  impulso  de

               advertirles, a espaldas de su jefe, que la iglesia estaba embrujada. Por suerte,
               la  necesidad  era  más  fuerte  que  la  superstición  y  la  cuadrilla  funcionaba  a
               toda máquina tratando de no pensar en ello. Cuanto antes terminaran, antes
               saldrían de allí y antes cobrarían. El propio Jiménez tan solo había pasado por

                                                                            ⁠
               allí en un par de ocasiones, delegando en Abdel —que seguía a pie de obra
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               con la buena disposición de siempre— las funciones de capataz. Ese viernes,
               excepcionalmente,  trabajarían  hasta  las  dos  de  la  tarde,  y  la  jornada
               transcurría a paso de tortuga para el padre Ernesto, que aguardaba la hora del

               cierre sentado en un banco de la iglesia. La sacristía no era buen lugar para
               pasar la mañana; el fuerte olor a pintura y la charla constante de Abdel eran
               suficientes  para  fundirle  el  cerebro  a  cualquiera,  y  si  algo  necesitaba  el
               párroco era que le dejaran en paz.

                    Las diez y cuarto. Menos de cuatro horas para cerrar la iglesia y sumirse
               en un fin de semana de reflexiones. Félix había quedado en ir algo más tarde.
               Quería  aprovechar  la  mañana  soleada  para  lavar  el  coche  e  ir  al  centro
               comercial a hacer la compra. Ernesto sospechaba que podría tratarse de una

               excusa para no coincidir con él, y no le culpaba por ello. Los últimos días no
               habían  sido  un  ejemplo  de  convivencia,  precisamente,  y  menos  entre  dos
               hombres que se presuponían piadosos.
                    Ernesto apoyó los codos sobre el respaldo del banco delantero. El único

               sonido que se oía era el barrido rítmico de los rodillos de pintura acariciando
               las paredes. Frente a él, el retablo que presidía el altar mayor asemejaba un
               horizonte vertical dorado, salpicado aquí y allá por imágenes de santos. Posó



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