Page 183 - La iglesia
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arquitecto técnico se preguntó si seguía siendo ateo. Si era así, se estaba
convirtiendo en el ateo más creyente del mundo.
El taxista, luciendo una sonrisa educada, se apeó raudo del coche para
guardar el equipaje de Juan Antonio en el maletero. Tres segundos después, el
aparejador se ajustaba el cinturón de seguridad del Toyota Prius.
—¿Adónde le llevo, señor?
—Al NH Alberto Aguilera, por favor —indicó Juan Antonio.
El conductor puso en marcha el taxímetro.
—Vamos para allá.
El padre Félix llegó alrededor de las dos menos cuarto a la Iglesia de San
Jorge, cuando los pintores ya habían recogido sus aperos y estaban a punto de
marcharse a casa. Abdel le recibió casi en la puerta con su acostumbrada
expresión alegre, aunque lo primero que hizo fue llevarse el índice a los
labios y señalar la parte delantera de la fila de bancos. Félix distinguió allí la
silueta recostada de Ernesto.
—Se dormido, pobreseto —le informó Abdel, componiendo un gesto de
ternura con sus facciones poco agraciadas—. Me ha dado pena despertarle…
Félix le obsequió con una sonrisa de agradecimiento, dio el visto bueno al
trabajo de pintura y despidió a los operarios hasta el lunes. Cerró la puerta de
la iglesia y entró en la sacristía sin detenerse a despertar a Ernesto. El suelo
aún estaba cubierto con cartones, plástico y papeles de periódico. Abdel
estaba haciendo un gran trabajo. Había terminado el piso de abajo, y el olor a
pintura que lo inundaba evocaba una atmósfera limpia y renovada. Un lugar
recién pintado parece renacer. Echó una ojeada a su reloj y calculó que Juan
Antonio estaría a punto de llegar a Madrid. El aparejador había quedado en
llamarle después de hablar con el padre Agustín, y para eso todavía quedaban
horas.
Salió de la sacristía y se acercó al banco donde su compañero aún dormía.
Parecía agotado. A Félix le apenaba que hubieran empezado con mal pie.
Posiblemente, el sambenito que arrastraba Ernesto era demasiado pesado
hasta para un tipo duro, como él. Tal vez, en otras circunstancias, se habrían
llevado bien. Sin embargo, el Ernesto Larraz que Félix Carranza había
conocido era un tipo siempre a punto de estallar, con nitroglicerina en vez de
sangre circulando por sus venas.
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