Page 179 - La iglesia
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su vista en cada uno de ellos y se preguntó si le transmitían algo. Después de

               un rato de contemplación, llegó a la conclusión de que no le conmovían ni
               una pizca. Ni siquiera el hermoso Crucificado que reinaba sobre todos ellos,
               muy distinto de aquella monstruosidad que en maldita hora encontraran en la
               cripta, removía algo en su interior. ¿Se había agotado su fe, lo mismo que una

               batería pierde carga con el paso del tiempo? Las últimas semanas habían sido
               una dura prueba para su vocación religiosa. El trago de verse en la tele, en los
               periódicos y en las redes sociales a cuenta de su agresión al menor había sido
               terrible. Ojalá pudiera rebobinar su vida hasta cinco minutos antes de ese día

               fatídico. Habría tomado otra calle, habría mirado hacia otro lado, cualquier
               cosa  antes  de  pegarle  a  ese  chico…  O  tal  vez  no.  Puede  que  ese  calvario
               mediático le hubiera servido para indicarle que su camino no estaba dentro de
               la  Santa  Iglesia  Católica.  Tal  vez  aquello  había  sido  una  de  esas  pruebas

               extremas a las que Dios es tan aficionado, como a las que sometió al santo
               Job  o  al  bueno  de  Abraham.  Pero  esos  la  pasaron  con  nota,  y  él  había
               suspendido con un muy deficiente. No había dado la talla.
                    Sacó  del  bolsillo  de  su  pantalón  el  aro  del  que  colgaba  la  llave  de  la

               Iglesia  de  San  Jorge.  Parecía  más  pesada  que  nunca.  Su  cruz.  El  lunes
               hablaría con el padre Alfredo y luego con el obispado. Más que colgar los
               hábitos  los  tiraría,  como  un  boxeador  apaleado  que  paga  con  vergüenza  el
               cese  del  sufrimiento.  Decidió  que  no  le  diría  nada  a  Félix  hasta  que  su

               renuncia al sacerdocio fuera un hecho consumado. Tampoco a sus padres. Se
               tragaría los sermones más allá del punto sin retorno, una vez que el puente se
               derrumbara y no hubiera posibilidad de marcha atrás.









               Juan Antonio Rodero ni siquiera se acordaba de dónde se había encontrado

               con Leire Beldas. Tan solo habían intercambiado unas palabras comentando
               la penosa situación de Maite cuando, de repente, el aparejador se dio cuenta
               de que la abrazaba en mitad de la calle, delante de todo el mundo. Por suerte
               para él, su esposa estaría en el hospital y no podría pillarle de nuevo con ella.

               Tampoco hacía algo malo. Consolar a una amiga hermosa y lesbiana no era
               una  infidelidad…  hasta  que  ella  elevó  su  rostro  hacia  él  y  le  besó  en  los
               labios.
                    Lo siguiente fue verse tendido junto a ella en la cama de Maite, la misma

               en la que ambas mujeres habían dado rienda suelta a su deseo tantas veces.




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