Page 184 - La iglesia
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                    —Ernesto.  —Félix  le  sacudió  despacio,  intentando  no  sobresaltarle—.
               Ernesto…
                    El  párroco  se  despertó  desorientado  y  ceñudo.  El  sueño  había  sido
               profundo.
                    —Joder, me he quedado frito. —⁠Ernesto se restregó los ojos y exploró su
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               entorno con la vista—. ¿Ya se han ido los pintores?
                    —Hace  nada,  pero  no  te  preocupes:  he  revisado  el  trabajo  y  está  todo
               correcto. ¿Nos vamos?
                    Ernesto se incorporó, rotó los omóplatos varias veces con las manos en las

               caderas y le tendió las llaves a Félix.
                    —¿Tú cierras?
                    —Claro.
                    Antes de salir, Félix cortó la corriente en los viejos térmicos, dejando la

               iglesia  iluminada  tan  solo  por  la  luz  natural  que  se  filtraba  a  través  de  las
               vidrieras de colores. Una vez fuera, los sacerdotes se sorprendieron al ver a
               alguien  esperándoles  en  el  jardín;  alguien  conocido  cuyo  aspecto,
               habitualmente pulcro, distaba mucho de serlo.

                    Manolo Perea no estaba bien. Ni rastro de su chaqueta cruzada azul con el
               emblema  de  su  cofradía  en  oro  de  dieciocho  quilates,  ni  cien  gramos  de
               fijador en el pelo, ni un afeitado marmóreo, sin un mal vello a la vista. Su
               cabello, despeinado, coronaba un rostro digno de alguien que ha sobrevivido a

               duras penas a un bombardeo nuclear; su ropa estaba aún peor, con señales de
               restregones y plagada de manchas que mejor no identificar. Con aquella pinta
               de eccehomo, se erguía delante del templo con la mirada perdida.
                    —El que faltaba —gruñó Ernesto—. Y para colmo me huele que viene

               cocido como un pato.
                    —Paciencia —dijo Félix—. A ver qué quiere…
                    El joven sacerdote impostó una sonrisa y caminó hacia el visitante. Los
               ojos  enrojecidos  del  director  de  Caja  Centro  le  atravesaron  con  su  mirada

               vacua y se clavaron en Ernesto. Félix sintió como si un coche de bomberos
               circulara a todo trapo por su médula espinal, con su fiesta de luces y sirenas.
               Manolo Perea parecía buscar bronca.
                    —¡Eh, padre! —le gritó a Ernesto; la forma de arrastrar las palabras era

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               prueba fehaciente de su embriaguez—. ¡Déjeme entrar un momento a ver a mi
               Señor! ¡Me ha llamado!
                    Esta vez, el escalofrío que recorrió la columna vertebral de Félix fue de
               terror. Un terror que trató de disimular por todos los medios.







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